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viernes, 19 de enero de 2018

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE








NADA COMO UN BUEN PLAN QUINQUENAL


Menos divertido, porque resultaba difícil contemplar aquello sin sentir un nudo en la garganta, era el bazar. Era un mercado permanente ubicado en una gigantesca plaza vacía. Aquellos que tenían algo que vender se ponían en cuclillas sobre el polvo extendiendo sus productos frente a ellos sobre pañuelos o bufandas. Las mercancías iban desde un puñado de clavos herrumbrosos hasta una colcha andrajosa, o un recipiente de leche agria que se vendía a cucharadas, moscas incluidas. Podías ver a una anciana sentada durante horas con un huevo de Pascua pintado o un trozo de queso de cabra reseco delante de ella; o a un viejo con los pies descalzos cubiertos de llagas tratando de canjear sus destrozadas botas por un kilo de pan negro y un paquete de tabaco de mahorka. A menudo las mercancías ofrecidas en trueque eran zapatillas de cáñamo, e incluso suelas y tacones arrancados de botas y cubiertos por un envoltorio de harapos. Algunos viejos no tenían nada que vender: cantaban baladas ucranianas y de vez en cuando recibían algún kopek. Algunas mujeres tenían a sus niños tendidos en el suelo junto a ellas o en el regazo dándoles de mamar; los labios de las criaturas, recorridos por las moscas, se aferraban a las resecas ubres de las que parecía manar bilis en vez de leche. Se veía a un sorprendente número de hombres con defectos oculares: eran bizcos, o tenían una pupila opaca y lechosa, o habían perdido por completo el globo ocular. La mayoría tenía las manos y los pies hinchados; sus rostros también parecían más inflados que consumidos, y todos ellos mostraban ese peculiar color que Tolstói, hablando de un prisionero, describe como «el matiz de los renuevos que brotan de la patatas en un sótano».

Arthur Koestler.
Memorias.

Editorial Lumen.