NADA COMO UN BUEN PLAN QUINQUENAL
Menos divertido, porque
resultaba difícil contemplar aquello sin sentir un nudo en la garganta, era el
bazar. Era un mercado permanente ubicado en una gigantesca plaza vacía.
Aquellos que tenían algo que vender se ponían en cuclillas sobre el polvo extendiendo
sus productos frente a ellos sobre pañuelos o bufandas. Las mercancías iban
desde un puñado de clavos herrumbrosos hasta una colcha andrajosa, o un
recipiente de leche agria que se vendía a cucharadas, moscas incluidas. Podías
ver a una anciana sentada durante horas con un huevo de Pascua pintado o un
trozo de queso de cabra reseco delante de ella; o a un viejo con los pies
descalzos cubiertos de llagas tratando de canjear sus destrozadas botas por un
kilo de pan negro y un paquete de tabaco de mahorka. A menudo las mercancías
ofrecidas en trueque eran zapatillas de cáñamo, e incluso suelas y tacones
arrancados de botas y cubiertos por un envoltorio de harapos. Algunos viejos no
tenían nada que vender: cantaban baladas ucranianas y de vez en cuando recibían
algún kopek. Algunas mujeres tenían a sus niños tendidos en el suelo junto a
ellas o en el regazo dándoles de mamar; los labios de las criaturas, recorridos
por las moscas, se aferraban a las resecas ubres de las que parecía manar bilis
en vez de leche. Se veía a un sorprendente número de hombres con defectos
oculares: eran bizcos, o tenían una pupila opaca y lechosa, o habían perdido
por completo el globo ocular. La mayoría tenía las manos y los pies hinchados;
sus rostros también parecían más inflados que consumidos, y todos ellos
mostraban ese peculiar color que Tolstói, hablando de un prisionero, describe
como «el matiz de los renuevos que brotan de la patatas en un sótano».
Arthur Koestler.
Memorias.
Editorial Lumen.