EL MIEDO AL MAR
“En poco tiempo nos encontramos con un banco de rorcuales comunes,
unos ocho o diez, acompañados por un gran número de delfines. Bandas de pardelas
volaban por encima. Para nuestro asombro y disfrute, tanto los rorcuales como
los delfines viraron para acompañar a la goleta. Los delfines se apiñaron a
ambos lados de la proa, juntos como las estacas de una cerca, subiendo y
bajando, mostrando sus brillos plateados, y los rorcuales cruzaban por proa y
popa. Tres de ellos se sumergieron muy cerca del barco, elevando su enorme
aleta caudal en el aire, arrancándonos gritos de alegría a todos. En total
vimos a seis de ellos realizar ese acto tan bonito y majestuoso. Yo estaba
deseando fotografiar a un delfín o a un rorcual saltando claramente, pero se
limitaron a nadar a ras de superficie. Después de unos minutos, los rorcuales
nos dejaron, pero los delfines siguieron con nosotros durante media hora más,
como si fueran dóciles y juguetones gatitos.
Hacia el ocaso el viento refrescó y aumentó hasta convertirse en un
medio temporal. La noche llegó con el cielo despejado y la luna muy blanca.
Junto con el viento se levantó un fuerte oleaje. Variamos ligeramente el rumbo
del barco para beneficiarnos por completo de una corriente de dos nudos, del
fuerte viento y del mar que lo acompañaba. Y entonces la Fisherman nos demostró
que había sido construida para navegar a vela.
Pasé mucho tiempo inclinado sobre la barandilla de proa, mirando
hacia arriba y hacia atrás, a aquellas enormes velas curvadas, a través de las
que brillaba la luna; y hacia abajo, a aquella marca rugiente y cremosa que se
alejaba rodando del barco. Una enorme superficie de agitada, hirviente,
silbante y bramante espuma blanca se extendía sobre las aguas oscuras, en las
que se reflejaba la luna. ¡Con qué suavidad nos deslizábamos! Me fascinaba el
tremendo tumulto, la elevación lenta y firme de la proa, arriba, más arriba,
hasta que me sentía casi en el aire. Y entonces bajaba, no dando una cabezada,
sino deslizándose lentamente hacia aquel abismo negro.
Desde popa, el efecto causado por las velas y el movimiento, por el
tumultuoso mar, resultaba aun más sorprendente. Unas olas inmensas retaban a la
goleta, ondeando, subiendo y bajando, alcanzándola y escalando hasta la
batayola, sólo para elevarla con elegancia y sobrepasarla con un bramido
amenazador, profundo, derrotado. En la distancia sobre las aguas oscuras y
picadas, unos destellos plateados se elevaban, se propagaban y se desvanecían.
La estela de la luna brillaba resplandeciente, hasta donde el ojo alcanzaba. La
goleta semejaba estar llena de vida y alma, ya que lucía una belleza casi
espectral. Las enormes velas la mantenían firme como una roca. Se elevaba y
volvía a caer con facilidad, pero no había movimiento lateral; y todo el tiempo
continuaba avanzando. Los motores estaban apagados. No había sonido alguno en
el barco. Pero a su alrededor, el viejo mar bramaba y se estrellaba, y el viento
silbaba al pasar. La noche era tan suave y fragante, el cielo iluminado por la
luna tan hermoso, la enorme extensión de las olas tan grandiosa y rítmica que a
punto estuve de perderle el miedo al mar.”
Zane Grey.
Relatos de pesca en mares vírgenes. Ediciones del Viento.