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lunes, 4 de enero de 2016

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EN UN HOTEL DE ATENAS


“A mi regreso a Atenas encontré un montón de cartas remitidas desde París, así como varios avisos de Correos en los que me invitaban a recoger, lo antes posible, el dinero recibido a mi nombre. La American Express tenía también dinero para mí, dinero que me habían enviado por cable unos amigos americanos. Golfo, la doncella, que venía de Loutraki donde Katsimbalis tuvo en tiempos una casa de juego, y que siempre me hablaba en alemán, estaba emocionada ante la perspectiva de las diferentes cantidades que yo iba a cobrar. Y lo mismo le ocurría a Sócrates, el vigilante de noche, y al cartero, quien siempre me dedicaba una ancha sonrisa cuando me contaba el dinero. En Grecia, como en otros lugares, cuando se recibe una suma de dinero procedente del extranjero, la gente espera que se hagan pequeños dispendios a diestro y siniestro. Al mismo tiempo me notificaron indirectamente que podría tener una excelente habitación con cuarto de baño, en uno de los mejores hoteles, por un precio igual al que pagaba en el Grand. Preferí quedarme en el Grand. Me era simpático todo el personal: doncellas, porteros, botones, e incluso el dueño. Me gustan los hoteles de segunda o tercera categoría que son limpios pero viejos, que han conocido tiempos mejores, pero que conservan el aroma del pasado. Me gustaban las cucarachas y los enormes escarabajos que tan a menudo encontraba en mi habitación cuando encendía la luz. Me gustaban los anchos pasillos y los retretes, uno junto al otro como cabinas de baños, al final del vestíbulo. Me gustaba el lúgubre patio y las voces del coro masculino que ensayaba en una sala cercana. Por unas cuantas dracmas enviaba al botones, antiguo parisino de catorce años, a entregar en mano mis cartas, lujo éste que nunca había disfrutado antes. Casi perdí la cabeza al recibir tanto dinero a la vez. Estuve a punto de hacerme un traje, cosa que no me hacía falta en absoluto, pero afortunadamente el tío del botones, que tenía una pequeña tienda cerca del barrio turco, no me lo podía hacer con la rapidez solicitada. Entonces quise comprarle una bicicleta al botones —le sería de gran utilidad, decía, para sus continuas correrías—, pero al no encontrar inmediatamente una que le gustase, me comprometí a regalarle unos jerseys y un par de pantalones de franela.”


Henry Miller. El coloso de Marusi. Editorial Seix Barral.