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miércoles, 5 de agosto de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EL VERSO Y LA RENUNCIA


“Aquí apenas trataremos de Rimbaud. Sobre el se ha dicho todo, y más todavía, por desgracia. Precisaremos, sin embargo, porque esta precisión concierne a nuestro tema, que Rimbaud no fue el poeta de la rebelión sino en su obra. Su vida, lejos de justificar el mito que suscitó, ilustra solamente –una lectura objetiva de las cartas escritas en Harrar basta para demostrarlo—un asentimiento al peor nihilismo.  Rimbaud ha sido deificado por haber renunciado a su genio, como si ese renunciamiento supusiera una virtud sobrehumana. Aunque esto descalifica las coartadas de nuestros contemporáneos, hay que decir, por el contrario, que sólo el genio supone una virtud, no la renuncia al genio. La grandeza de Rimbaud no está en los primeros gritos de Charleville ni en las transacciones comerciales de Harrar. Se revela en el instante en que, dando a la rebelión el lenguaje más extrañamente justo que haya recibido nunca, dice a la vez su triunfo y su angustia, la vida ausente del mundo y el mundo inevitable, el grito hacia lo imposible y la realidad que se muestra áspera al abrazo, el rechazo de la moral y la nostalgia irresistible del deber. En ese momento en que, llevando en sí mismo la iluminación y el infierno, insultando y saludando a la belleza, hace de una contradicción irreductible un canto doble y alternado, es el poeta de la rebelión, y el más grande. No importa el orden en que fueron concebidas sus dos grandes obras. De todas maneras, hubo demasiado poco tiempo entre las dos concepciones, y todo artista sabe, con la certidumbre absoluta que nace de la experiencia de una vida, que Rimbaud produjo la Saison y las Illuminations al mismo tiempo. Aunque las haya escrito una después de otra, las sufrió en el mismo momento. Esta contradicción que le mataba era su verdadero genio.
         ¿Pero dónde está la virtud de quien se desvía de la contradicción y traiciona a su genio antes de haberlo sufrido hasta el fin? El silencio de Rimbaud no es para él una nueva manera de rebelarse. Por lo menos, ya no podemos afirmarlo después de la publicación de las cartas de Harrar. Sin duda, su metamorfosis es misteriosa. Pero hay también misterio en la trivialidad que sobreviene a esas jóvenes brillantes a las que el casamiento transforma en máquinas de hacer dinero y ganchillo, El mito construido alrededor de Rimbaud supone y afirma que nada era ya posible después de la Saison en enfer. ¿Pero qué es imposible para el poeta coronado de dones, para el creador inagotable? Después de Moby Dick, El proceso, Zaratustra y Los poseídos, ¿qué se puede imaginar? Sin embargo, después de ésas siguen naciendo grandes obras que enseñan y corrigen, testimonian lo más altivo que hay en el hombre y sólo terminan cuando muere el creador. ¿Quién no lamentará esa obra más grande que la Saison, de la que nos ha privado una renuncia?
         ¿Abisinia es, por lo menos, un convento, y fue Cristo quien cerró la boca de Rimbaud? Este Cristo sería entonces el que en nuestros días pone cátedra en las ventanillas de los bancos, si se juzga por esas cartas en las que el poeta maldito sólo habla de su dinero que quiere ver “bien colocado” y “rentando regularmente”. Quien cantaba en los suplicios, quien había injuriado a Dios y la belleza, quien se armaba contra la justicia y la esperanza, quien se oreaba gloriosamente con el aire del crimen, lo único que quiere es unirse con alguien que “tenga buen porvenir”. El mago, el vidente, el presidiario intratable sobre el que vuelve a cerrarse siempre la prisión, el hombre-rey en la tierra sin dioses, lleva constantemente ocho kilos de oro en un cinturón que le aprieta el vientre y del que se queja que le produce disentería. ¿Es éste el héroe mítico que se propone a tantos jóvenes que no escupen al mundo, pero que se morirían de vergüenza sólo con pensar en el cinturón? Para mantener el mito hay que ignorar esas cartas decisivas. Se comprende que hayan sido tan poco comentadas. Son sacrílegas, como lo es a veces la verdad. Un poeta grande y admirable, el más grande de su época, un oráculo fulgurante: tal es Rimbaud. Pero no es el hombre-dios, el ejemplo bravío, el monje de la poesía que nos han querido presentar. El hombre no recuperó su grandeza sino en el lecho del hospital, en la hora del final difícil, en la que hasta la mediocridad del corazón se hace conmovedora: “¡Qué desdichado soy! ¡Qué desdichado soy, pues!... ¡Y tengo en mi poder dinero que ni siquiera puedo vigilar!” El gran grito de esas horas miserables devuelve, por fortuna, a Rimbaud a esa parte de la medida común que coincide involuntariamente con la grandeza: “¡No, no, ahora me rebelo contra la muerte!” El Rimbaud joven resucita ente el abismo, y con él la rebelión de los tiempos en que la imprecación contra la vida no era sino la desesperación de la muerte. Entonces es cuando el traficante burgués se une con el adolescente desgarrado que tanto hemos querido. Se une con él en el terror y el dolor amargo donde se encuentran finalmente los hombres que no han sabido saludar a la dicha. Sólo entonces comienza su pasión y su verdad.


Albert Camus. 
El hombre rebelde. 
Editorial Losada.