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lunes, 24 de agosto de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE







EN LA BIBLIOTECA



«En 1937 encontré mi primer empleo estable. Anteriormente había hecho pequeñas tareas de redacción. Colaboré en el suplemento de «Crítica» (una publicación de pasatiempos profusa y vistosamente ilustrada) y en «El Hogar», semanario popular de sociedad donde escribía dos veces al mes un par de páginas sobre libros y autores extranjeros. También escribí textos para noticieros y coordiné una revista seudocientífica llamada «Urbe», órgano promocional de un sistema de subterráneos privado de Buenos Aires. Todos habían sido trabajos mal pagados, y desde hacía mucho tiempo estaba ya en edad de contribuir con los gastos de la casa.



A través de amigos, conseguí un puesto de auxiliar primero en la sucursal Miguel Cané de la Biblioteca Municipal, en un barrio gris y monótono hacia el suroeste de la ciudad. Si bien tenía por debajo un auxiliar segundo y un auxiliar tercero, también tenía por encima un director y un oficial primero, un oficial segundo y un oficial tercero. El sueldo era de doscientos diez pesos mensuales, que después aumentaron a doscientos cuarenta.



En la biblioteca trabajábamos muy poco. Éramos alrededor de cincuenta empleados, haciendo lo que podrían haber hecho quince con facilidad. Mi tarea, compartida con otros veinte compañeros, consistía en clasificar los libros de la biblioteca que hasta ese momento no habían sido catalogados. Sin embargo, la colección era tan reducida que podíamos encontrarlos sin necesidad de recurrir al catálogo, que elaborábamos con esfuerzo pero nunca usábamos porque no hacía falta. El primer día trabajé honradamente. Al día siguiente, algunos compañeros me llamaron aparte y me dijeron que no podía seguir así porque los ponía en evidencia. «Además —adujeron— como esta clasificación está pensada para dar una apariencia de trabajo, nos vas a dejar en la calle.» Les dije que, en vez de clasificar cien libros como ellos, yo había clasificado cuatrocientos. «Bueno, si seguís así el jefe se va a enojar y no sabrá qué hacer con nosotros», me contestaron. Para que todo fuera más verosímil, me pidieron que un día clasificara ochenta y tres libros, el siguiente noventa, y ciento cuatro el tercero.



Resistí en la biblioteca nueve años. Fueron nueve años de continua desdicha. Los empleados sólo se interesaban en las carreras de caballos, los partidos de fútbol y los chistes verdes. Cierta vez, una de las lectoras fue violada en el baño de mujeres. Todos dijeron que eso tenía que pasar, ya que el baño de hombres y el de mujeres estaban uno al lado del otro.



Un día, dos amigas elegantes y bienintencionadas (damas de sociedad), vinieron a visitarme al trabajo. Después me llamaron por teléfono y me dijeron: «Quizá te parezca divertido trabajar en un sitio como ese, pero prométenos que antes de fin de mes encontrarás un empleo de por lo menos novecientos pesos». Les di mi palabra de que lo haría.



Aunque resulte irónico, en esa época yo era un escritor bastante conocido, salvo en la biblioteca. Una vez un compañero encontró en una enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges, y se sorprendió de la coincidencia de nuestros nombres y fechas de nacimiento.»





Jorge Luis Borges.

Autobiografia.

The New Yorker.