UN POBLACHÓN GRANDE: VALLADOLID
“La primera impresión de Valladolid es la de un poblachón grande y
rico; tiene, sin embargo, pocos coches y los tranvías son anticuados y tirados
por mulas. Nosotros dejamos las calles concurridas y de buenos comercios para
internarnos por sus callejuelas y observar su vida trabajadora y pintoresca.
Vamos recorriendo estas modestas y simpáticas tiendas de los quincalleros, las
de paños que manda Segovia y las mantas
de Palencia, colgadas de las puertas; también hay algunas de útiles de
labranza, arados con la cuchilla brillante para abrir la tierra,
tenedores, palas, hoces y otros
utensilios. Al pie de estas tiendas están los aldeanos que vienen de los
pueblos a hacer sus compras, con la manta al hombro y las alforjas, con anchos
sombreros negros en sus cabezas y gruesos chalecos de algodón, que les sirve de
abrigo y hace las veces de chaqueta, y las perneras de cuero y las alpargatas de
piel, atadas a sus piernas por cruzadas correas. También abundan los graneros
donde están almacenadas enormes cantidades de trigo que descargan de los carros
que vienen de la trilla y con el que hacen este pan tan bueno de toda Castilla.
Las prenderías tienen como muestra, lo mismo que las de Madrid, una falda
pequeña; dentro se ve el armazón de un
brasero de alambre para que quede ahuecada; cuelga esta faldeta de un
gancho a la puerta y es el distintivo más característico de las prenderías.
Entro en una; hay un patio lleno de hierros, butacas y sofás rotos, libros
tirados por el suelo y cuadros agujereados. La prendera es una mujer con el
pelo blanco y gruesa; la frente la tiene llena de bultos y descalabraduras,
como si la hubiesen dado de garrotazos; dice que aquellas cicatrices fue cuando
estuvo mala, de los dolores tan crueles de cabeza que pasó; cuando va a las
casas a comprar, me dice que lo primero que hace es quitarse la falda de paseo y
se queda con la bajera para poder trabajar más cómoda; me hace subir a la
planta alta de su tienda; todos son
cuartos negros, con montones de ropa que llegan hasta el techo y que ha hecho a
préstamos; abundan mucho las gorras, pantalones y chaquetas militares que ya
han cumplido el servicio; filas de botas viejas, en los estantes de un armario,
y faroles de cementerio para el día de difuntos: cuelgan de las paredes muchas
coronas de muerto negras, con pensamientos morados, y otras blancas, de niña,
que aún conservan, atada a sus alambres, la pequeña llave dorada de sus
ataúdes; zapatos blancos y trajes de primera Comunión, amarillentos y
empolvados; todo el suelo del pasillo está lleno de morteros de bronce y velones.
Se abre una puerta, que es el comedor de la casa, y sale a nuestro encuentro un
viejo muy alto, embozado en su capa y con gorra en la cabeza; tose mucho y dice
que tiene frío. «Este es mi marido, dice la prendera; antes él hacía de criado:
iba a las casas después que yo había cerrado el trato, desclavaba las
alfombras, los relojes y espejos, y se traía todo a las espaldas, pues para
comprar no servía; no entiende más que de ropa vieja y desperdicios; hoy ya no
puede ni con los pantalones y todo lo tiene que hacer una». Me invita a pasar
al comedor, donde hay varios cuadros; en una mesa redonda, tapada con un hule
de esos que tienen un agujero donde está el brasero, está cosiendo una chica,
vestida de negro, muy morena y chata; tiene el cuerpo muy grande y las caderas muy cortas, y parece
un muñeco. «Es mi sobrina, dice el marido de la prendera; de tanto remendar la
ropa al lado del brasero está llena de cabras» (1). Cuando salgo de esta
prendería bajo por una callejuela, donde tocan mucho los organillos tirados por
un burro; estos pianos tienen una música bulliciosa y detonante de cascabeles y
platillos. En un callejón muy estrecho y en cuesta, donde hay muchas tabernas,
está asomada al balcón una mujer, con la toquilla y la falda encarnada, lo
mismo que las zapatillas; luego se asoma otra, con una bata abierta, asomando
los pechos y el vientre desnudo; es paliducha y tiene el pelo amarillo.
Esta calle está llena de mujeres de mala vida; de las puertas de
sus casas cuelgan colchas rojas. Los mozos de este pueblo y las mujeres son más
chulos que en Madrid; llevan gorras de plato y muchos rizos y tufos por debajo
de ellas; las mujeres hablan con un tonillo muy redicho, taconean fuerte y se
mueven con desembarazo por las calles; las gusta mucho la mantilla y las
corridas de toros; los curas tienen también en esta tierra mucho de chulo, con
el sombrero algo terciado y los manteos cogidos con gracia y andan
contoneándose mucho. Aquí, lo mismo que en Madrid, se han cambiado los nombres
de sus calles más pintorescas por el de los caciques y políticos, pues todos
los pueblos de España tienen la estatua de algún ministro hijo de la tierra.”
(1) En los pueblos
llaman cabras a esas manchas tostadas que les salen en los muslos a las
mujeres, de pasarse cosiendo en el invierno las horas muertas con el brasero
debajo de las faldas.”
José Gutierrez Solana. La España negra.