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miércoles, 19 de marzo de 2014

OBITER DICTUM





“Los periódicos de hace algunos días anunciaron que la aparición en Alemania de los Diarios de Thomas Mann había sido recibida con notoria indiferencia. El autor de La montaña mágica dispuso que estos diarios sólo se publicaran al cumplirse los veinte años de su muerte. Esta frialdad de los lectores alemanes, hacia uno de sus más famosos escritores de los últimos cincuenta años, me ha llevado a reflexionar un poco sobre el fenómeno del olvido de nombres que fueran ilustres en un determinado momento de la vida literaria.
         Por lo que toca a Thomas Mann, es preciso reconocer que, si bien fue el autor de La montaña mágica, de Doctor Faustus y de La muerte en Venecia, también lo fue, por desdicha, de Las confesiones del estafador Félix Kruhl, de Las cabezas trocadas, de La engañada y de otras obras aun más débiles y farragosas. Su estilo pomposo solía caer con frecuencia en un soso y profesoral cubileteo de ideas, a menudo manidas y, en algunos casos, prestadas artificiosamente a los grandes autores de la literatura y el pensamiento germanos. Hay en Mann, no siempre por fortuna, un regodeo y un coqueto énfasis en su propio ingenio, esa debilidad del actor cabotin que se mira actuar y cae en la obviedad y el mal gusto. Tal vez los Diarios estén llenos de tales pasajes y de allí la indiferencia de los paisanos del autor que anota el cable.
         Pero este caso de Mann me ha llevado, decía, a otros nombres y a otros lugares. Qué ha pasado, por ejemplo, con André Gide. Ese Gide que llenó nuestra adolescencia de inquieta y febril esperanza en una vida plena, en donde los sentidos iban a ensanchar sus posibilidades hasta horizontes insospechados. El Gide de Les nourritures terrestres y de Les faux monnayeurs y, luego, más tarde, el Gide del Journal, que nos deslumbró con la certeza de un estilo espléndido. ¿Quién lee hoy a Gide? En Francia casi nadie. Hace mucho que sus obras no se editan, ni llegan al gran público lector. Pero lo que aún es para mí, más inquietante: ¿Quién recuerda hoy a Jean Giraudoux, al novelista delicioso de Simon le pathétique, Sigfried et le limousin, y Suzanne et le Pacifique? Esa prosa tersa, eficaz, rápida de Giraudoux, que a nuestros deslumbrados veinte años nos daba la impresión de estar leyendo un clásico, un escritor intemporal y soberbio que nos acompañaría el resto de nuestros días; esa prosa ha sido ignorada por las nuevas generaciones de lectores de Francia y del mundo. No se edita ya tampoco a Giraudoux. Pasando al terreno de nuestro idioma, me pregunto también: ¿Quiénes leen hoy a Gabriel Miró, a Azorín o a Pérez de Ayala? Ellos que, en su momenco, nos dieron también al leerlos, la impresión de estar frecuentando y gozando a un clásico de nuestro idioma, a un escritor que había vencido la fama pasajera y la acción corrosiva del tiempo. ¿Quién los lee hoy en España y América, con excepción de algún estudiante en trance de tesis? ¿Y quién lee hoy a Norman Douglas, a Aldous Huxley, a Knut Hamsun, a Panait Istrati, a Charles Morgan, a John Dos Passos, a tantos otros que deslumbraron nuestra adolescencia y nuestra juventud?
         Ya hemos caído en la villonesca lamentación que conduce a la autopiedad estéril, a la saudade innecesaria. Pienso yo que, tras este primer regreso al olvido nivelador y no siempre justiciero, hay un regreso ‑o varios, según el tiempo y la obra, como es obvio‑, que es el que nos permite ahora leer, bajo una nueva luz reveladora de inesperadas y magníficas zonas, antes ocultas, la obra de Valle Inclán, de Céline, de Musil, de Arnold Bennet, de Gustav Meirink, de Joseph Roth, y de otros grandes novelistas, que regresan de la penumbra de un relativo olvido, para inquietar de nuevo y enriquecer una vez más el ámbito literario del que se hallaban ausentes.
         Bello libro, digno de Thibaudet o de un Edmund Wilson, aquel que analizara los secretos mecanismos que mueven esta marea de la fama, hasta conseguir desentrañar el secreto de este fenómeno insusitado y a menudo absurdo que llamamos un clásico.”


Álvaro Mutis.