“Los periódicos de hace algunos días anunciaron que la aparición en
Alemania de los Diarios de Thomas Mann había sido recibida con notoria
indiferencia. El autor de La montaña mágica dispuso que estos diarios sólo se
publicaran al cumplirse los veinte años de su muerte. Esta frialdad de los
lectores alemanes, hacia uno de sus más famosos escritores de los últimos
cincuenta años, me ha llevado a reflexionar un poco sobre el fenómeno del
olvido de nombres que fueran ilustres en un determinado momento de la vida
literaria.
Por lo que toca a
Thomas Mann, es preciso reconocer que, si bien fue el autor de La montaña
mágica, de Doctor Faustus y de La muerte en Venecia, también lo fue, por
desdicha, de Las confesiones del estafador Félix Kruhl, de Las cabezas trocadas,
de La engañada y de otras obras aun más débiles y farragosas. Su estilo pomposo
solía caer con frecuencia en un soso y profesoral cubileteo de ideas, a menudo
manidas y, en algunos casos, prestadas artificiosamente a los grandes autores
de la literatura y el pensamiento germanos. Hay en Mann, no siempre por
fortuna, un regodeo y un coqueto énfasis en su propio ingenio, esa debilidad
del actor cabotin que se mira actuar y cae en la obviedad y el mal gusto. Tal
vez los Diarios estén llenos de tales pasajes y de allí la indiferencia de los
paisanos del autor que anota el cable.
Pero este caso de
Mann me ha llevado, decía, a otros nombres y a otros lugares. Qué ha pasado,
por ejemplo, con André Gide. Ese Gide que llenó nuestra adolescencia de
inquieta y febril esperanza en una vida plena, en donde los sentidos iban a
ensanchar sus posibilidades hasta horizontes insospechados. El Gide de Les
nourritures terrestres y de Les faux monnayeurs y, luego, más tarde, el Gide
del Journal, que nos deslumbró con la certeza de un estilo espléndido. ¿Quién
lee hoy a Gide? En Francia casi nadie. Hace mucho que sus obras no se editan,
ni llegan al gran público lector. Pero lo que aún es para mí, más inquietante:
¿Quién recuerda hoy a Jean Giraudoux, al novelista delicioso de Simon le
pathétique, Sigfried et le limousin, y Suzanne et le Pacifique? Esa prosa
tersa, eficaz, rápida de Giraudoux, que a nuestros deslumbrados veinte años nos
daba la impresión de estar leyendo un clásico, un escritor intemporal y
soberbio que nos acompañaría el resto de nuestros días; esa prosa ha sido
ignorada por las nuevas generaciones de lectores de Francia y del mundo. No se
edita ya tampoco a Giraudoux. Pasando al terreno de nuestro idioma, me pregunto
también: ¿Quiénes leen hoy a Gabriel Miró, a Azorín o a Pérez de Ayala? Ellos
que, en su momenco, nos dieron también al leerlos, la impresión de estar
frecuentando y gozando a un clásico de nuestro idioma, a un escritor que había
vencido la fama pasajera y la acción corrosiva del tiempo. ¿Quién los lee hoy
en España y América, con excepción de algún estudiante en trance de tesis? ¿Y
quién lee hoy a Norman Douglas, a Aldous Huxley, a Knut Hamsun, a Panait
Istrati, a Charles Morgan, a John Dos Passos, a tantos otros que deslumbraron
nuestra adolescencia y nuestra juventud?
Ya hemos caído en la
villonesca lamentación que conduce a la autopiedad estéril, a la saudade
innecesaria. Pienso yo que, tras este primer regreso al olvido nivelador y no
siempre justiciero, hay un regreso ‑o varios, según el tiempo y la obra, como
es obvio‑, que es el que nos permite ahora leer, bajo una nueva luz reveladora
de inesperadas y magníficas zonas, antes ocultas, la obra de Valle Inclán, de
Céline, de Musil, de Arnold Bennet, de Gustav Meirink, de Joseph Roth, y de
otros grandes novelistas, que regresan de la penumbra de un relativo olvido,
para inquietar de nuevo y enriquecer una vez más el ámbito literario del que se
hallaban ausentes.
Bello libro, digno de
Thibaudet o de un Edmund Wilson, aquel que analizara los secretos mecanismos
que mueven esta marea de la fama, hasta conseguir desentrañar el secreto de
este fenómeno insusitado y a menudo absurdo que llamamos un clásico.”
Álvaro Mutis.