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jueves, 27 de marzo de 2014

ALLÁ EN LAS INDIAS






LO QUE HAY QUE LLEVAR


“Yo confieso que algunos de los capitanes y soldados de las Indias no ignoran cosas necesarias para sus jornadas, pero para probar mi intento, es necesario poner aquí y desmenuzarlas, para que mejor se advierta la necesidad de todas ellas. Y así cuanto a lo primero, digo, que los arcabuceros llevarán dobladas sus llaves y tornillos, que es de gran curiosidad y provecho, la una de rastrillo y la otra de cuerda, si pudiere ser, y a falta ambas de cuerda, porque son más ciertas y mejores. Llevarán sus limas y moldes, sacapelotas, sacatrapos, rascadores y lavadores. Llevarán cuerda y contracuerda; llevarán sus chupas o bolsas y unas mochilas que llaman los indíos, en que llevar la munición, con sus tiracuellos o tahalíes, porque no púeden usar de las faltriqueras, respeto de los sayos, en los cuales algunos usan unos bolsicos, cosidos por de fuera, para la munición; pero mejores son estas mochilas. Ya saben que han de llevar sus cargas hechas en canutos, porque el frasco no es consideración. Los rodeleros y arcabuceros llevarán sus sayos de armas y morriones sin orejeras cuando entren en la guazavara, porque estorban al oír la voz y orden del caudillo, por llevar las orejas tapadas, demás que afligen al que las lleva, salvo donde hubiere hondas, que allí son necesarias.
Es buena curiosidad que el soldado sepa hacer sus municiones y andar bien apercibido de ellas, que es de buenos soldados, y que sean diestros en el tirar; llevarán sus almaradas y agujas para hacer alpargatas sus cuchillos carniceros, hachas, machetes para hacer sus ranchos a las dormidas y hacer puentes en ríos y ciénegas para pasar los caballos y el bagaje. El caudillo llevará plomo bastante, el cual repartirá a su tiempo con buena cuenta; llevará sus cucharas para que los soldados derritan el plomo para hacer su munición; llevará la mejor pólvora que pudiere en botijuelas forradas en pellejos de carnero, la lana de fuera y las bocas tapadas con pellas de cepo y atadas encima con sus paños. En estas botijuelas se conserva la pólvora mucho, por muy húmeda que sea la tierra y va segura de agua y fuego. Llevará algodón en ovillos para hacer cuerda cuando faltare al soldado. Llevará en cantidad alpargatas para socorrer su campo en las necesidades, advirtiendo que todo el hilo que se hallare en la tierra se lo manifiesten para hacer cuerda y alpargatas a la necesidad, y cuando faltare advierta que del maguey o cabuya se puede aprovechar para la cuerda machacándola bien y cociéndola con ceniza y si esto faltare de amahagua no puede faltar, que haciendo el mismo beneficio es buena, y de mantas de algodón se puede hacer en una prisa. Llevará mantas, lienzo, sombreros, anzuelos en cantidad para socorrer su gente. Llevará rescates para los indios, que es la principal conquista, como son hachuelas, cuchillos, machetes, agujas, anzuelos, peines, espejos, trompas turquí, cascabeles, bonetes colorados, sombreros. Llevará el caudillo antiparas hechas de algodón y alpargatas fuertes, si fuere tierra de púas, para arrojar delante antipareros. Llevará azufre en cantidad, porque si se ofreciere hacer pólvora la haga en tiempo de necesidad.”


Bernardo de Vargas Machuca. 
Milicia Indiana.

martes, 25 de marzo de 2014

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA





Ojos de puente los míos
por donde pasan las aguas
que van a dar al olvido.
Sobre mi frente de acero
mirando por las barandas
caminan mis pensamientos.

Mi nuca negra es el mar,
donde se pierden los ríos,
y mis sueños son las nubes
por y para las que vivo.

Ojos de puente los míos
por donde pasan las aguas
que van a dar al olvido.

Manuel Altolaguirre.

lunes, 24 de marzo de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





WOODY, CHARLIE, HAROLD Y BUSTER


            “Ningún cómico ha sido nunca tan venerado en todo el mundo como Chaplin en aquellos años. Los niños en las calles de ciudades y pueblos de los cinco continentes imitaban el patoso andar de Charlie, su sonrisa, sus gestos. Se ponían sombreros hongos como el suyo, se untaban con betún negro debajo de la nariz como bigote a lo Chaplin. Derrapaban en las esquinas y saludaban con sus bombines como el pequeño vagabundo e intentaban hacer los trucos que Charlie hacía con su bastón de bambú. Los cines de todo el mundo convocaban innumerables concursos de Charlie Chaplin. Sus clientes lo pedían. No es muy difícil de comprender. En su mejor momento –y Chaplin se mantuvo en su mejor momento durante mucho tiempo--, era el cómico más grande que jamás haya existido.
         Como todos los demás, yo me había dado cuenta del talento de Chaplin desde la primera vez que le vi en el sketch de vodevil «A Night in an Englis Hall». Pero debo confesar que nunca pensé que un día sería aclamado como el cómico más grande de todos los tiempos. Creo que una de las razones pora as que subestimé a Charlie fue por la gran cantidad de cómicos de primera que había en los escenarios aquellos días. Yo les había visto actuar a todos y había trabajado con todos ellos. En aquella época, Charlie no parecía más divertido que Will Rogers, Willie Collier, Bert Williams, Frank Tinner o algunos otros.
         Más tarde me asombró que la gente hablara de las similitudes entre los personajes que Charlie y yo interpretábamos en las películas. Para mí hubo una diferencia básica desde el principio: el vagabundo de Charlie era un holgazán con una filosofía de holgazán. Por adorable que fuese, robaría si tenía ocasión. Mi personajillo era un trabajador, y honrado.
         Por ejemplo, digamos que los dos quisieran un traje que hubiesen visto en un escaparate. El vagabundo de Charlie lo admiraría, buscaría en sus bolsillos, sacaría una moneda de 10 centavos, se encogería de hombros y seguiría andando, esperando tener suerte al día siguiente y conseguir el dinero para comprarlo. Si no podía conseguir el dinero de otro modo, lo robaría. De lo contrario, se olvidaría por completo de traje.
         Aunque mi hombrecillo también se detendría, admiraría el traje y no tendría dinero para comprarlo, nunca robaría para conseguirlo. En lugar de eso, empezaría a pensar en cómo ganar dinero extra para comprarlo.
         El personaje de Lloyd era bastante diferente al de Chaplin y el mío. Él interpretaba a un niño de mamá, que sorprendía continuamente a todos, incluyéndome a mí, triunfando sobre una situación imposible y demostrando con puños y respingos el coraje de un león. A menudo, Lloyd parecía más un acróbata que un cómico. Pero fuera lo que fuese en la pantalla, siempre lo hacía mucho mejor que bien.
         Durante los años en que a nosotros tres nos iba bien, no tuvimos fracaso. Eso es cierto. Ninguno de nosotros conoció el fracaso durante los dorados años veinte. Sólo exitazos mundiales. Los largometrajes de Chaplin ingresaban una media de 3.000.000 de dólares cada uno en contratos de alquiler a cines. Los de Lloyd, 2.000.000 de dólares; los míos, entre 1.500.000 y 2.000 dólares. Eso ocurría en una época en la que los cines sólo cobraban una pequeña parte de lo que ahora cobran por sus atracciones. Como ya he dicho, a menudo nuestras comedias mudas recaudaban más que los largometrajes realizados por los intérpretes románticos más populares de Hollywood.
         Cuando hacíamos cortos, los propietarios de los cines los programaban delante de los largometrajes que proyectaban.
         Esa es una de las razones por las que yo estaban tan ansioso por hacer largometrajes como los que Roscoe Arbuckle estaba realizando con éxito en la Paramount. Parecía evidente que los contratos de largometrajes continuarían aumentando. Pero también creía que Joe Schenck, siendo un hábil hombre de negocios, debía saber de qué estaba hablando.
         Charlie Chaplin y Harold Lloyd fueron desde el principio negociantes más espabilados que yo. Se hicieron millonarios al principio de la partida, produciendo sus propias películas y conservando el control sobre su matearla filmado. Aún son dueños del material. Esto significa que están en condiciones de ganar frescas fortunas en cuanto les apetezca, alquilando o vendiendo los derechos de antena de sus viejas películas mudas. (De hecho, mientras escribía esto estaban reponiendo con éxito las viejas películas de Chaplin.)”



Buster Keaton. 
Slapstick. Memorias… 
Plot Ediciones.

sábado, 22 de marzo de 2014

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA





NADA SERÁN MIS PALABRAS...


Nada serán mis palabras
si no encuentran otra boca
que las cante y las olvide
y las devuelva a la sombra.

Allí quizás amanezcan,
vagas ciudades ruinosas,
y a otros solos lleve el aire
la nostalgia de su aroma.

Nada será lo que soy
si en los otros no se apoya:
mi presencia en otro hombro,
mi esperanza en su congoja.

¡No me dejes amarrado,
demente, al ánima sola!
¡Mira que voy a mi infierno
si no hay pecho que me acoja!

El que pasa me sostenga,
la voz pueril sea mi roca,
en ellos soy, y con ellos
pediré misericordia.


                 Cintio Vitier

miércoles, 19 de marzo de 2014

OBITER DICTUM





“Los periódicos de hace algunos días anunciaron que la aparición en Alemania de los Diarios de Thomas Mann había sido recibida con notoria indiferencia. El autor de La montaña mágica dispuso que estos diarios sólo se publicaran al cumplirse los veinte años de su muerte. Esta frialdad de los lectores alemanes, hacia uno de sus más famosos escritores de los últimos cincuenta años, me ha llevado a reflexionar un poco sobre el fenómeno del olvido de nombres que fueran ilustres en un determinado momento de la vida literaria.
         Por lo que toca a Thomas Mann, es preciso reconocer que, si bien fue el autor de La montaña mágica, de Doctor Faustus y de La muerte en Venecia, también lo fue, por desdicha, de Las confesiones del estafador Félix Kruhl, de Las cabezas trocadas, de La engañada y de otras obras aun más débiles y farragosas. Su estilo pomposo solía caer con frecuencia en un soso y profesoral cubileteo de ideas, a menudo manidas y, en algunos casos, prestadas artificiosamente a los grandes autores de la literatura y el pensamiento germanos. Hay en Mann, no siempre por fortuna, un regodeo y un coqueto énfasis en su propio ingenio, esa debilidad del actor cabotin que se mira actuar y cae en la obviedad y el mal gusto. Tal vez los Diarios estén llenos de tales pasajes y de allí la indiferencia de los paisanos del autor que anota el cable.
         Pero este caso de Mann me ha llevado, decía, a otros nombres y a otros lugares. Qué ha pasado, por ejemplo, con André Gide. Ese Gide que llenó nuestra adolescencia de inquieta y febril esperanza en una vida plena, en donde los sentidos iban a ensanchar sus posibilidades hasta horizontes insospechados. El Gide de Les nourritures terrestres y de Les faux monnayeurs y, luego, más tarde, el Gide del Journal, que nos deslumbró con la certeza de un estilo espléndido. ¿Quién lee hoy a Gide? En Francia casi nadie. Hace mucho que sus obras no se editan, ni llegan al gran público lector. Pero lo que aún es para mí, más inquietante: ¿Quién recuerda hoy a Jean Giraudoux, al novelista delicioso de Simon le pathétique, Sigfried et le limousin, y Suzanne et le Pacifique? Esa prosa tersa, eficaz, rápida de Giraudoux, que a nuestros deslumbrados veinte años nos daba la impresión de estar leyendo un clásico, un escritor intemporal y soberbio que nos acompañaría el resto de nuestros días; esa prosa ha sido ignorada por las nuevas generaciones de lectores de Francia y del mundo. No se edita ya tampoco a Giraudoux. Pasando al terreno de nuestro idioma, me pregunto también: ¿Quiénes leen hoy a Gabriel Miró, a Azorín o a Pérez de Ayala? Ellos que, en su momenco, nos dieron también al leerlos, la impresión de estar frecuentando y gozando a un clásico de nuestro idioma, a un escritor que había vencido la fama pasajera y la acción corrosiva del tiempo. ¿Quién los lee hoy en España y América, con excepción de algún estudiante en trance de tesis? ¿Y quién lee hoy a Norman Douglas, a Aldous Huxley, a Knut Hamsun, a Panait Istrati, a Charles Morgan, a John Dos Passos, a tantos otros que deslumbraron nuestra adolescencia y nuestra juventud?
         Ya hemos caído en la villonesca lamentación que conduce a la autopiedad estéril, a la saudade innecesaria. Pienso yo que, tras este primer regreso al olvido nivelador y no siempre justiciero, hay un regreso ‑o varios, según el tiempo y la obra, como es obvio‑, que es el que nos permite ahora leer, bajo una nueva luz reveladora de inesperadas y magníficas zonas, antes ocultas, la obra de Valle Inclán, de Céline, de Musil, de Arnold Bennet, de Gustav Meirink, de Joseph Roth, y de otros grandes novelistas, que regresan de la penumbra de un relativo olvido, para inquietar de nuevo y enriquecer una vez más el ámbito literario del que se hallaban ausentes.
         Bello libro, digno de Thibaudet o de un Edmund Wilson, aquel que analizara los secretos mecanismos que mueven esta marea de la fama, hasta conseguir desentrañar el secreto de este fenómeno insusitado y a menudo absurdo que llamamos un clásico.”


Álvaro Mutis.

sábado, 15 de marzo de 2014

OBITER DICTUM






«Así es como la frase de Freud a Jung, de cuya boca la conozco, cuando, invitados los dos en la Clark University, tuvieron a la vista el puerto de Nueva York y la célebre estatua que alumbra al universo: “No saben que les traemos la peste”, le es enviada de rebote como sanción de una hybris cuyo turbio resplandor no apagan la antífrasis y su negrura. La Némesis, para agarrar en la trampa a su autor, sólo tuvo que tomarle la palabra. Podríamos temer que hubiese añadido un billete de regreso en primera clase.»


Jacques Lacan

miércoles, 12 de marzo de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE



UN POBLACHÓN GRANDE: VALLADOLID


“La primera impresión de Valladolid es la de un poblachón grande y rico; tiene, sin embargo, pocos coches y los tranvías son anticuados y tirados por mulas. Nosotros dejamos las calles concurridas y de buenos comercios para internarnos por sus callejuelas y observar su vida trabajadora y pintoresca. Vamos recorriendo estas modestas y simpáticas tiendas de los quincalleros, las de paños que  manda Segovia y las mantas de Palencia, colgadas de las puertas; también hay algunas de útiles de labranza, arados con la cuchilla brillante para abrir la tierra, tenedores,  palas, hoces y otros utensilios. Al pie de estas tiendas están los aldeanos que vienen de los pueblos a hacer sus compras, con la manta al hombro y las alforjas, con anchos sombreros negros en sus cabezas y gruesos chalecos de algodón, que les sirve de abrigo y hace las veces de chaqueta, y las perneras de cuero y las alpargatas de piel, atadas a sus piernas por cruzadas correas. También abundan los graneros donde están almacenadas enormes cantidades de trigo que descargan de los carros que vienen de la trilla y con el que hacen este pan tan bueno de toda Castilla. Las prenderías tienen como muestra, lo mismo que las de Madrid, una falda pequeña; dentro se ve el armazón de un  brasero de alambre para que quede ahuecada; cuelga esta faldeta de un gancho a la puerta y es el distintivo más característico de las prenderías. Entro en una; hay un patio lleno de hierros, butacas y sofás rotos, libros tirados por el suelo y cuadros agujereados. La prendera es una mujer con el pelo blanco y gruesa; la frente la tiene llena de bultos y descalabraduras, como si la hubiesen dado de garrotazos; dice que aquellas cicatrices fue cuando estuvo mala, de los dolores tan crueles de cabeza que pasó; cuando va a las casas a comprar, me dice que lo primero que hace es quitarse la falda de paseo y se queda con la bajera para poder trabajar más cómoda; me hace subir a la planta alta de su tienda;  todos son cuartos negros, con montones de ropa que llegan hasta el techo y que ha hecho a préstamos; abundan mucho las gorras, pantalones y chaquetas militares que ya han cumplido el servicio; filas de botas viejas, en los estantes de un armario, y faroles de cementerio para el día de difuntos: cuelgan de las paredes muchas coronas de muerto negras, con pensamientos morados, y otras blancas, de niña, que aún conservan, atada a sus alambres, la pequeña llave dorada de sus ataúdes; zapatos blancos y trajes de primera Comunión, amarillentos y empolvados; todo el suelo del pasillo está lleno de morteros de bronce y velones. Se abre una puerta, que es el comedor de la casa, y sale a nuestro encuentro un viejo muy alto, embozado en su capa y con gorra en la cabeza; tose mucho y dice que tiene frío. «Este es mi marido, dice la prendera; antes él hacía de criado: iba a las casas después que yo había cerrado el trato, desclavaba las alfombras, los relojes y espejos, y se traía todo a las espaldas, pues para comprar no servía; no entiende más que de ropa vieja y desperdicios; hoy ya no puede ni con los pantalones y todo lo tiene que hacer una». Me invita a pasar al comedor, donde hay varios cuadros; en una mesa redonda, tapada con un hule de esos que tienen un agujero donde está el brasero, está cosiendo una chica, vestida de negro, muy morena y chata; tiene el cuerpo  muy grande y las caderas muy cortas, y parece un muñeco. «Es mi sobrina, dice el marido de la prendera; de tanto remendar la ropa al lado del brasero está llena de cabras» (1). Cuando salgo de esta prendería bajo por una callejuela, donde tocan mucho los organillos tirados por un burro; estos pianos tienen una música bulliciosa y detonante de cascabeles y platillos. En un callejón muy estrecho y en cuesta, donde hay muchas tabernas, está asomada al balcón una mujer, con la toquilla y la falda encarnada, lo mismo que las zapatillas; luego se asoma otra, con una bata abierta, asomando los pechos y el vientre desnudo; es paliducha y tiene el pelo amarillo.
Esta calle está llena de mujeres de mala vida; de las puertas de sus casas cuelgan colchas rojas. Los mozos de este pueblo y las mujeres son más chulos que en Madrid; llevan gorras de plato y muchos rizos y tufos por debajo de ellas; las mujeres hablan con un tonillo muy redicho, taconean fuerte y se mueven con desembarazo por las calles; las gusta mucho la mantilla y las corridas de toros; los curas tienen también en esta tierra mucho de chulo, con el sombrero algo terciado y los manteos cogidos con gracia y andan contoneándose mucho. Aquí, lo mismo que en Madrid, se han cambiado los nombres de sus calles más pintorescas por el de los caciques y políticos, pues todos los pueblos de España tienen la estatua de algún ministro hijo de la tierra.”

(1) En los pueblos llaman cabras a esas manchas tostadas que les salen en los muslos a las mujeres, de pasarse cosiendo en el invierno las horas muertas con el brasero debajo de las faldas.”


José Gutierrez Solana. La España negra. 

domingo, 9 de marzo de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




SOBRE MARY HYNES


       He estado recientemente en un pequeño caserío, no lo bastante nutrido para que se lo llame aldea, en la baronía de Kiltartan del condado de Galway, cuyo nombre, Ballylee, es conocido en todo el oeste de Irlanda. Allí está el viejo castillo rectangular, Ballylee, habitado por un campesino y su mujer, y cabaña en la que viven su hija y su yerno, y un pequeño molino con un molinero viejo, y viejos fresnos que arrojan sombras verdes sobre un riachuelo y sus grandes pasaderas. Fui allí dos o tres veces al año pasado para hablar con el molinero acerca de Biddy Early, una sabia mujer que vivió en Clare hace unos años, y sobre un dicho que tenía: «Hay remedio contra todos los males entre las dos ruedas del molino de Ballylee», y para averiguar, por medio de él o de otro, si se refería al musgo que hay entre las aguas que pasan o a alguna otra hierba. He estado allí este verano, y allí volveré a estar antes de que sea otoño, porque Mary Hynes, una hermosa mujer cuyo nombre todavía es causa de admiración junto a los fuegos de la turba, murió allí hace sesenta años; pues junto a junto a nuestros pies querrían demorarse donde la belleza ha vivido su dolorosa vida para hacernos comprender que no es de este mundo. Un viejo me condujo a poca distancia del molino y del castillo, y me hizo descender por un veril largo y estrecho que casi se perdía entre zarzas y endrinos, y me dijo: «Esos pocos son los viejos cimientos de la casa, pero la mayoría se los han llevado para construir muros, y las cabras se han estado comiendo esas matas que crecen encima hasta que se las han cargado, y ya no crecerán más. Dicen que era la chica más guapa de Irlanda, tenía la piel como nieve fluida» --tal vez quería decir nieve fundida--, «y arreboles en las mejillas. Tenía cinco guapos hermanos, ¡pero ya se han muerto todos!» Le hablé de un poema en irlandés que Raftery, un famoso poeta, había hecho sobre ella, y de cómo decía: «Es pujante la bodega de Ballylee». Dijo que la pujante bodega era el gran agujero donde el río se hundía bajo la tierra, y me condujo a un pozo muy profundo, donde una nutria se metió corriendo debajo de un canto gris, y me contó que, por la mañana temprano, muchos peces salían del agua oscura «para probar el agua fresca que bajaba desde las colinas.»


W. B Yeats.
El crepúsculo celta.
Ediciones Alfaguara.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA



LA METAMORFOSIS

La tierra le dio su cálido abrazo. Por sus venas la sangre ya no fluía, no tenía alma, pero sí más fuerza que nunca. Quién sabe lo que sería. Un árbol o una roca. De vez en cuando el graznido de un cuervo en el bosque o un ruiseñor que se posaba silencioso sobre sus ramas. Cada dos o tres años el calor de una mano.


Leopoldo María Panero.







domingo, 2 de marzo de 2014

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA





CON EL SILENCIO, CON EL AMOR

A través de tus venas y de aduanas de parra
dejo mi huella.
Amanece el silencio. Queda el día desnudo
como la primavera.

Amoroso de agua —cerbatana de esquilas—
subo a tus muslos
como apretada yedra.


Juan Bañuelos.