EN POMERANIA
“El estallido de la pasada Guerra Mundial, con el que la etapa
consciente de mi vida comenzó de golpe y porrazo, me pilló como a la mayoría de
europeos: en plenas vacaciones de verano. Lo diré de entrada: la frustración de
estas vacaciones fue la peor consecuencia que toda la guerra pudo tener en mi
persona.
¡Cuán benigno fue el estallido repentino de la guerra anterior en
comparación con el acercamiento lento y martirizador de la que se avecina!
Aquel primero de agosto de 1914 acabábamos de decidir no tomarnos en serio todo
aquello y quedarnos disfrutando del veraneo. Estábamos en una finca muy
recóndita, situada en Pomerania Ulterior, entre bosques que yo, un pequeño
escolar, conocía y amaba como ninguna otra cosa en el mundo. El regreso desde
aquellos bosques a la ciudad, todos los años a mediados de agosto, era para mí
el acontecimiento más triste e insoportable del año, sólo comparable al saqueo
y la quema del árbol de Navidad tras la fiesta de Año Nuevo. El primero de
agosto todavía faltaban dos semanas para la vuelta: toda una eternidad.
Claro que durante los días previos habían sucedido cosas
inquietantes. El periódico traía algo inexistente hasta entonces: titulares. Mi
padre lo leía durante más tiempo que de costumbre; al hacerlo, mostraba un
semblante preocupado e insultaba a los austríacos cuando terminaba de leer. En
una ocasión el titular decía: «¡Guerra!». Yo oía constantemente palabras nuevas
cuyo significado desconocía y pedía que me explicaran con un montón de rodeos:
«ultimátum», «movilización», «alianza», «entente». Un mayor que vivía en la
misma finca y con cuyas dos hijas yo estaba en pie de guerra recibió de pronto
un «mandato», otra de esas palabras nuevas, y partió aprisa y corriendo.
También uno de los hijos de nuestro hostelero fue llamado a filas. Todos
corrieron unos metros tras el carruaje de caza que le conducía a la estación y
gritaron: «¡Sé valiente!», «¡Cuídate!», «¡Vuelve pronto!». Uno exclamó:
«¡Machaca a los serbios!», ante lo cual yo, pensando en lo que mi padre solía
manifestar tras leer el periódico, grité: «¡Y a los austríacos!». Me quedé muy
sorprendido al ver que todos se echaron a reír.
Más impresionado que entonces estuve al oír que también los
caballos más hermosos de la finca, Hanns y Wachtel, debían marcharse, pues
pertenecían a la «reserva de Caballería» (¡qué cantidad de explicaciones
necesitadas a su vez de explicación!). Yo amaba a cada uno de los caballos y el
hecho de que los dos más hermosos tuvieran que desaparecer de pronto fue como
si me clavaran un puñal en el corazón.
Sin embargo, lo peor de todo era que, en mitad de las
conversaciones, la palabra «regreso» surgía una y otra vez. «Tal vez debamos
regresar ya mañana.» Para mí esto sonaba igual que si hubieran dicho: «Tal vez
debamos morir ya mañana». ¡Mañana en vez de la eternidad de dos semanas!
Es sabido que por aquel entonces no existía la radio aún y el
periódico llegaba a nuestros bosques con veinticuatro horas de retraso. Además
traía mucha menos información de la que suele venir hoy en los diarios. Los
diplomáticos de entonces eran mucho más discretos que los de ahora… Y así fue
posible que justo el primero de agosto de 1914 decidiéramos que la guerra no
iba a tener lugar y que nos quedaríamos allí donde estábamos.
Jamás olvidaré aquel primero de agosto de 1914, y el recuerdo de ese
día siempre me provocará una profunda sensación de tranquilidad, de tensión
aliviada, de «todo irá bien». Así de extraña puede resultar la «experiencia de
la historia».
Fue un sábado, con toda la maravillosa placidez propia de un sábado
en el campo. La jornada de trabajo había concluido, en el aire sonaba el
repiqueteo de los rebaños que regresaban a casa, el orden y el silencio se
extendían por toda la finca, los mozos y las criadas se aseaban en sus cuartos
para ir a divertirse a algún baile vespertino. Pero abajo, en la sala de las
cornamentas de ciervos que colgaban de las paredes y los utensilios de estaño y
platos de loza pulida colocados sobre los estantes, encontré a mi padre y al
dueño de la finca, nuestro hostelero, que, sentados en butacas bajas, mantenían
una conversación juiciosa en la que valoraban con mesura la situación. Es
evidente que no comprendí mucho de lo que dijeron y además lo he olvidado por
completo. Lo que no he olvidado es lo tranquilas y reconfortantes que sonaban
sus voces: la de mi padre, más aguda, y el bajo grave del dueño; la confianza
que inspiraba el humo oloroso de los puros que fumaban con lentitud y que
ascendía en el aire formando pequeñas columnas delante de ellos y cómo, cuanto
más hablaban, más claro, mejor y más calmado se volvía todo. Sí, finalmente, la
conclusión de que no podíamos estar en guerra resultó casi irrebatible y, por
tanto, no nos dejaríamos intimidar, sino que permaneceríamos allí hasta que
terminaran las vacaciones, como siempre.
Cuando hube escuchado esto salí con el corazón henchido de alivio,
alegría y gratitud y, casi con devoción, contemplé la puesta de sol sobre los
bosques, que entonces volvieron a pertenecerme. El día había estado nublado,
pero cerca del atardecer había ido clareando cada vez más y entonces el sol,
dorado y rojizo, surcaba el azul más puro, anunciando la llegada de un nuevo
día despejado.
¡Estaba seguro de que igual de claros serían los eternos catorce
días de vacaciones que volvía a tener por delante!
Cuando me despertaron al día siguiente, el equipaje se iba haciendo
a marchas forzadas. Al principio no entendí absolutamente nada de lo ocurrido;
la palabra «movilización» no me decía nada, a pesar de que habían intentado
explicármela unos días antes. Pero había poco tiempo para cualquier
explicación, pues ya a mediodía debíamos liar los bártulos; no era seguro que
hubiese algún tren disponible más tarde. «Hoy va todo al cero coma cinco», dijo
nuestra eficiente criada; un dicho cuyo auténtico significado sigo sin tener
claro, pero en todo caso aludía a que todo estaba patas arriba y cada cual
tendría que arreglárselas solo. Así, fue posible que me escapara sin que se
dieran cuenta y corriera hacia los bosques, donde me encontraron cuando casi
era demasiado tarde para partir, sentado sobre un tocón, con la cabeza entre
las manos, llorando desconsolado y sin la menor muestra de comprensión ante el
argumento consolador de que estábamos en guerra y de que todos teníamos que
hacer un sacrificio. Me metieron en el coche como pudieron y, tirados por dos
caballos castaños al trote --que no eran Hanns ni Wachtel, pues ya se habían
ido--, nos pusimos en marcha dejando atrás unas nubes de polvo que lo cubrían
todo. Nunca he vuelto a ver los bosques de mi infancia.”
Sebastian Haffner. Historia de un alemán. Ediciones Destino.