EL SINDICALISTA Y EL CORONEL
“Inició una nueva vida. Cuando hablaba a
los chilotes, su voz abría las compuertas a los resentimientos de siglos. En su
juventud o en su inocencia mesiánica había algo que los inducía a realizar
actos de abnegación primero, y de violencia después. Quizá lo confundían con el
salvador blanco que les prometían las leyendas folclóricas.
Los exhortaba a abandonar el trabajo y le
obedecían; incluso se sumaron a la marcha que convocó para conmemorar el
undécimo aniversario del fusilamiento de Francisco Ferrer en Montjuic,
Barcelona. (Soto les dijo a los chilotes que rendían homenaje al educador
catalán tal como los católicos se lo rendían a la Doncella de Orleáns o los
musulmanes a Mahoma.) Puesto que concebía toda la vida como una sórdida lucha
económica, no hacía concesiones a las clases pudientes. Extorsionaba a los
hoteleros, a los comerciantes y a los criadores de ovinos. El precio que les
cobraba para levantar el boicot consistía en obligarlos a humillarse, y cuando
ellos aceptaban sus condiciones, Soto se limitaba a aumentar la presión y
multiplicar las injurias.
Los esfuerzos encaminados a silenciarlo
fracasaron y la cárcel tampoco podía retenerlo, porque su facción era demasiado
fuerte. Una noche un cuchillo brilló en una calle desierta, pero la hoja chocó
con el reloj que llevaba en el bolsillo de chaleco, y el asesino mercenario
huyó. El fracaso del atentado no hizo más que confirmar su sentimiento de que
estaba llamado a cumplir una misión. Convocó a una huelga general para derrocar
los poderes que gobernaban Santa Cruz, sin darse cuenta de que su base de
sustentación se había reducido. Los sindicalistas locales se reconciliaron con
los patrones y se burlaron de su delirante falta de espíritu práctico. Soto los
acusó a su vez de ser rufianes al servicio del burdel La Chocolatería.
Aislado del ala moderada, Soto inició la
revolución por su cuenta. Sus aliados fueron agitadores que difundían sus ideas
mediante la acción y no mediante las palabras. Se autodenominaban el Consejo
Rojo y sus líderes eran italianos: un desertor toscano y un piamontés que había
fabricado pastorcillas en una manufactura de porcelana de Dresde. El Consejo
Rojo atacó las estancias con un contingente de quinientos jinetes belicosos:
saqueaban armas, víveres, caballos y bebida; liberaban a los chilotes de sus
inhibiciones; dejaban atrás pilas de chatarra retorcida por el fuego; y volvían
a dispersarse en la estepa.
Ritchie envió una patrulla para que
investigara lo que ocurría, pero sus miembros cayeron en una emboscada. Los
rebeldes mataron a dos policías y un chófer. Un subalterno llamado Jorge Pérez
Millán Temperley, que en realidad era un joven aristócrata con debilidad por
los uniformes, recibió un balazo en los genitales. Los bandidos lo obligaron a
cabalgar con ellos, y el dolor lo desquició definitivamente.
El 28 de enero de 1921, el Regimiento de
Caballería del Ejército Argentino zarpó de Buenos Aires con la orden, dada por
el presidente Yrigoyen, de pacificar la provincia. El oficial que mandaba la
tropa era el teniente coronel Héctor Benigno Varela, un militar menudo de
ilimitado patriotismo, estudioso de la disciplina prusiana, que quería que sus
hombres se portaran como tales. Al principio, Varela contrarió a los
terratenientes extranjeros, porque su programa de pacificación consistía en
indultar a todos los huelguistas que entregaran las armas. Pero cuando Soto
salió de su escondite y proclamó la victoria total sobre la propiedad privada,
el ejército y el Estado, el coronel intuyó que había hecho un papel ridículo y
sentenció:
–Si esto empieza de nuevo, volveré y los
fusilaré a todos.
Los pesimistas acertaron. Durante aquel
invierno, los huelguistas se movilizaron a lo largo de toda la costa,
saquearon, incendiaron, formaron piquetes e impidieron que los funcionaros se
embarcaran. Y cuando llegó la primavera, Soto planeaba su segunda campaña con
tres nuevos lugartenientes (el Consejo Rojo había caído en una emboscada):
Albino Argüelles, un funcionario socialista; Ramón Outerelo, un bakuninista y
ex camarero; y un gaucho al que, por las dimensiones de su cuchillo, llamaban
Facón Grande. Soto seguía creyendo que el gobierno era neutral y ordenó a cada
lugarteniente que ocupara un sector del territorio, que realizase incursiones y
que tomara rehenes. Soñaba, en secreto, con una revolución que se irradiaría
desde la Patagonia
y abarcaría el país. No era muy listo. Tenía un carácter frío y austero. Por la
noche se iba a dormir solo. Los chilotes necesitaban un líder que compartiese
cada parcela de sus vidas y empezaron a desconfiar de él.
Esta vez el doctor Borrero brilló por su
ausencia. Tenía amoríos con la hija de un estanciero y aprovechó la caída del
precio de la tierra para comprar su propio campo. Entonces se descubrió que,
durante todo el tiempo, había estado a sueldo de La Anónima, la compañía de
los Braun y los Menéndez. Los anarquistas notaron su deserción y escarnecieron
a los «degenerados que alguna vez fueron socialistas, bebiendo en los bares a
expensas de los trabajadores, y que hoy, como auténticos Tartufos, claman por
el exterminio de sus antiguos camaradas».
El presidente Yrigoyen convocó a Varela
por segunda vez y lo autorizó a utilizar «medidas extremas» para doblegar a los
huelguistas. El coronel desembarcó en Punta Loyola el 11 de noviembre de 1921 y
empezó a requisar caballos. Interpretó sus instrucciones como un permiso tácito
para desencadenar un baño de sangre, pero como el Congreso había abolido la
pena de muerte, él y sus oficiales debieron exagerar el potencial de los
chilotes, describiéndolos como «fuerzas militares, perfectamente armadas y
mejor provistas aún de municiones, enemigas del país donde viven». Arguyeron
que Chile había instigado la huelga, y cuando capturaron a un anarquista ruso
con una libreta llena de caracteres cirílicos, la interpretaron como la prueba
de que ésa era la mano roja de Moscú.
Los huelguistas se dispersaron sin
combatir. No estaban bien pertrechados y ni siquiera sabían usar las armas que
tenían. El ejército difundió comunicados sobre enfrentamientos armados y
arsenales capturados. Pero el Magellan Times publicó por única vez una
información veraz: «Varias bandas de rebeldes se han rendido, al descubrir que
la suya era una causa perdida, y los malos elementos que se contaban entre sus
miembros han sido fusilados».
En cinco oportunidades distintas los
soldados consiguieron que los huelguistas capitularan, tras prometerles que les
respetarían la vida. En las cinco, los fusilamientos comenzaron después.
Ejecutaron a Outerelo y Argüelles. Varela mató a Facón Grande en la estación
Jaramillo, dos días después de que lo hubieran dado por muerto en combate.
Fusilaban a centenares de hombres que caían en las tumbas que ellos mismos
habían cavado, o los acribillaban y apilaban los cadáveres sobre hogueras del
arbusto llamado «mata negra», de modo que el olor de la carne quemada y la
resina de madera se esparcía por las pampas.”
Bruce Chatwin. En la Patogonia. Muchnik Editores.