FORASTEROS
“Me resulta difícil escribir sobre mi tierra natal, la California
septentrional. Debería ser lo más fácil, porque conocía esa franja orientada
hacia el Pacífico mejor que ningún otro lugar del mundo. Pero me parecía no una
cosa sino muchas…, una impresa encima de la otra hasta que todo se emborrona.
El recuerdo de lo que era y de lo que me pasó a mí allí lo deforma todo hasta
que llega un momento en que es casi imposible la objetividad. Esta carretera de
hormigón de cuatro carriles acuchillada por coches veloces la recuerdo como una
pista de montaña tortuosa y estrecha por la que se desplazaban los carros
cargados de madera, arrastrados por fuertes mulas. Indicaban su llegada con el
dulce y agudo repiqueteo de las campanillas del collar. Esto era una población
muy pequeña, un almacén general bajo un árbol y una fragua y un banco enfrente
para sentarse y escuchar el estruendo del martillo y el yunque. Ahora se
extienden durante kilómetro y medio en todas direcciones casitas, que son todas
iguales, sobre todo porque intentan ser diferentes. Eso era una colina boscosa
con el verde oscuro intenso de los robles contra la hierba agostada donde
cantaban los coyotes las noches de luna. Han cortado la cima y arremete en ella
contra el cielo una estación repetidora de televisión que proporciona una
imagen nerviosa a miles de casitas amontonadas como afídidos junto a las carreteras.
¿Y no
es ésta la queja típica? Nunca me he opuesto al cambio, ni siquiera cuando se
le ha llamado progreso, y sin embargo sentía hostilidad hacia los desconocidos
que inundaban lo que yo consideraba mi tierra con ruido y estruendo y los
inevitables anillos de basura. Y por supuesto aquella gente nueva sentirá
hostilidad hacia la gente más nueva aún. Me acuerdo que cuando era niño
reaccionábamos con una hostilidad espontánea hacia el forastero. Nosotros que
habíamos nacido allí, y nuestros padres también, teníamos un sentimiento
extraño de superioridad respecto a los recién llegados, los bárbaros, los forastieri,
y ellos, los forasteros, sentían hostilidad hacia nosotros y hasta nos hicieron
un tosco poema:
En el cuarenta y nueve vino el minero.
En
el cincuenta y uno vinieron las putas.
Y cuando se juntaron.
Hicieron un nativo.
Y nosotros éramos un ultraje para los
hispano mejicanos y ellos a su vez para los indios. ¿Podría ser por eso por lo
que las secoyas ponen nerviosa a la gente? Aquellos nativos eran árboles
adultos cuando se produjo una ejecución política en el Gólgota. Habían avanzado
mucho ya hacia la madurez cuando César destruyó la República romana
pretendiendo salvarla. Para las secoyas todos son forasteros y bárbaros.
A veces
la visión del cambio queda deformada por un cambio que se ha producido en uno
mismo. El espacio que parecía tan grande se ha encogido, la montaña se ha
convertido en un cerro. Pero eso no es ninguna ilusión en este caso. Recuerdo
Salinas, el pueblo en que nací, cuando proclamaba con orgullo una población de
cuatro mil ciudadanos. Ahora tiene ochenta mil y sigue creciendo
desordenadamente en una progresión matemática: cien mil en tres años y tal vez
doscientos mil en diez, sin límite a la vista. Hasta aquellos que disfrutan con
los números y a los que les impresiona lo grande están empezando a preocuparse,
dándose cuenta poco a poco de que tiene que haber un punto de saturación y que
el progreso puede ser una progresión hacia el estrangulamiento. Y no se ha
encontrado ninguna solución. No puedes prohibir a la gente que nazca…, al menos
aún no.
John
Steinbeck.
Viajes con Charley.
Ediciones Península.
Viajes con Charley.
Ediciones Península.