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miércoles, 25 de septiembre de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE







LEROS


         “En Leros uno parece estar siempre detenido por el mal tiempo, según el capitán. Es una maldita isla sin carácter, a pesar de su castillo franco más bien noble y su pintoresca aldea. Pero no hay tierras pastorales o agrícolas dignas de ese nombre. Nada más que gigantescas instalaciones portuarias, ahora derruidas por los bombardeos y pudriéndose con la humedad… prodigiosos amasijos de cobre, acero y bronce. El puerto está cegado de embarcaciones hundidas y el pueblecito ha sido muy bombardeado. Una melancolía miasmática pende sobre todas las cosas. Dios ayude a los que nacieron aquí, murmura uno, a los que viven aquí y a los que vienen aquí a morir. El agua es salobre… como los sentimientos de sus habitantes. Por lo que a mi respecta, estoy de todo corazón de parte del poeta Foclides, que usó el nombre de Leros para arrojar lodo a un enemigo lo bastante desafortunado para haber nacido aquí. ¡Uno de los primero ejemplos de injuria literaria! Y “Leros” todavía significa suciedad, incluso hoy en día. Pero detenidos o no por el mal tiempo, ha habido ocasión de pensar, de garabatear algunas notas sobre poesía en la libretita negra que me compró E, y que ahora está manchada de agua salada y coñac. El comandante France, que preside el comedor de oficiales, es un delicioso excéntrico, un exmando que ha pasado muchos años de su vida, en la paz y en la guerra, viajando entre estas islas; en la época de preguerra transportaba cargamentos en un vaporcito de su propiedad, en tanto que durante la guerra cambió ese papel por el de agente secreto. Calzado con botas de goma, con una suela de un palmo de grueso, y armado con el más temible surtido de cuchillería que la mente humana pueda idear, viajó de un lado a otro cortando gargantas, pilotando uno de los pequeños caiques pertenecientes a las fuerzas de Incursión Marítima. Ahora se sienta a la cabecera de una mesa de hospital, cubierto de medallas de guerra tan densas como el confeti, y añora los rigores de la campaña de Birmania.
         En una taberna llena de humo, cuyas frágiles paredes se estremecen con cada ráfaga de viento y lluvia, me paso medio día hablando de negocios con el agente que se encargará de la distribución del periódico en Patmos y en las otras islitas. Es un hombrecito cuyo aspecto es de indigencia extrema, y con una configuración de facciones tan terriblemente pesimista, que resulta evidente que no se puede esperar nada en materia de una eficiente distribución isleña. Aunque los griegos han conservado su lenguaje, sólo unos pocos pueden escribirlo y menos aún leerlo, me dice. Pero eso no significa que no se suscriban a un periódico. No. Trasiega jarro tras jarro de quemante mastika, acomodando el cuello más profundamente, después de cada trago, en el de su raído abrigo. La gente comprará el periódico, no hay duda, pero no puede garantizar que haya lectores. Debido a la gran escasez de papel de envolver, dice, casi cualquier papel resulta útil para los habitantes de la isla. Lo necesitan para envolver pescado, huevos… Lo necesitan para paquetes y envoltorios. De modo que mis ventas estarán respaldadas por esa gran escasez, en una forma que ni siquiera la más alta formación y el más agudo interés por los sucesos del mundo podrían lograr. Una de las anomalías de la guerra consiste en que el diario que vendemos a un penique vale dos peniques como papel de envolver, y en Rodas nuestros ingresos por los ejemplares inservibles son ya mayores que los ingresos por ventas comunes. En cierto modo, eso sitúa al periodismo en su perspectiva correcta. Entretanto me complazco en pensar que los habitantes de esos atolones se abonan a mi periódico nada más que para envolver pescado con él. El agente no sonríe. Está por encima de eso. Cuando partimos, hunde las mejillas en una especie de sonrisa que lo convierte en una máscara mortuoria y dice:
         --Por lo menos ahora conoce la verdad.
         Llega la noche, manchada de lluvia que cae de un cielo de algodón sucio. Junto a la ventana saliente contemplamos los remolinos que entran rugiendo en el abrigado puerto y danzan como maniáticos en la arboladura de los caiques. Un trinquete suelto restalla y restalla como disparos de pistola. Arriba, el derruido castillo franco se mantiene firme, como viene haciendo desde hace siglos; pero cada año se aflojan más ladrillos y caen rodando por la colina, hasta la calle principal; y  cada año vuela un fragmento más de las torres. A medida que oscurece comienzan las cortinas de relámpagos, y France trata de fotografiarnos sentados en torno de la mesa, jugando al veintiuno a la luz de los fogonazos blancos, dice que al alba la tormenta se habrá calmado y podremos partir hacia Patmos, la última isla que tengo en mi lista de visitas y la que más deseo conocer.

Lawrence Durrel. Reflexiones sobre una Venus Marina. Ediciones Peninsula.