"La mañana habita el jardín; lentamente se
adentra en él, por puertas y ventanas, se enclaustra, y silenciosamente
remansa. La luz es más fina que fuera del recinto, y una niña que juega la
lleva como un pequeño sol, como un verso rubio, un dáctilo, en el cabello.
¿Quizás sea en las femeninas cabelleras donde duermen los finos hilos con que
se tejen las ciaras mañanas? Un poeta, Pedro de Espinosa, le pregunta a Dios:”Señor,
¿quién te enseño el perfil de la azucena?”… Asomado a la bahía y la ciudad,
quisiera preguntarte, Señor, quién te enseñó a derramar así, sin límites ni
pausa, la luz de las mañanas… De los dones de Dios, decía Enrique Von Kleist,
dos amos sobre todo: las mañanas de sol y los sueños. Unas para cabalgar, los
otros para huir. “Huir”, es el mote de Kleist. También de lady Stanhope.
Cuentan los hermanos Tharaud que lady Stanhope había conocido en Antioquía a un
joven iraní, de santa estirpe, ciego por un sacrificio ritual, que se ganaba la
vida vendiendo a las gentes los sueños que éstas deseaban. Lady Stanhope le
compró sueños, entre ellos uno en el que ella, niña, corría por un prado
persiguiendo una paloma, bajo la dulce lluvia de mayo. Pudo comprarle también, digo yo, un sueño
con una mañana de sol en el jardín de San Carlos, y el dux británico en sus
brazos y el amor… Pero no, ni aun un ciego iraní, engendrado a la vista de las
estrellas, discípulo de la araña y el fuego, capaz de vestir el aire con sus
sueños, y de vender las Mil y Una Noches a Harun-al-Raschid, podía venderle a
la amada de Moore una mañana como ésta, una luz tan dorada, tan calco mar y tan
alegres gaviotas. Una mañana que te
obliga a quedarte quieto, junto a un ciprés de San Carlos, por temor de
pisarla, de pisar estos hilos luminosos que Dios, como quien teje Camariñas o
“point d’Aleçon”, ordena sobre el mundo y sus estancias."
Alvaro Cunqueiro.
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La Voz
de Galicia.
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