LOS MARES DEL SUR
“Hacía cerca de diez años que mi salud declinaba
cada día más, y poco tiempo antes de emprender mi viaje creí haber llegado al
último acto de mi vida y no tener que esperar más que a la enfermera y el empresario
de pompas fúnebres. Me aconsejaron que probara los mares del Sur, y no me
desagradó la idea de atravesar como un fantasma, y llevado como un fardo,
parajes que me habían atraído cuando era joven y gozaba de salud. Fleté, pues,
la goleta del doctor Merrit, que se llamaba Casco, de setenta y cuatro
toneladas, zarpé de San Francisco a fines de junio de 1888, visité las islas del
este y a principios del año siguiente me encontraba en Honolulu. Una vez allí,
desanimado para reanudar mi vida de reclusión en mi habitación de enfermo,
decidí proseguir mi periplo en una goleta mercante, la Equator, de algo más de
setenta toneladas, pasé cuatro meses entre los atolones (islas bajas de coral)
de las Gilbert y alcancé Samoa a finales del año 1889. Mientras tanto, la
costumbre y el agradecimiento habían empezado a atarme a aquellas islas; había
recobrado las fuerzas perdidas; tenía amigos, había descubierto intereses
nuevos; el tiempo, durante mis viajes, había transcurrido como en los cuentos
de hadas; por consiguiente, decidí quedarme allí. Preparé estas páginas en el
mar, durante un tercer crucero, que hice en el vapor mercante Janet Nicoll. Si
he de vivir aún días suficientes, espero pasarlos allí donde, más que en otras
partes, la vida transcurrió con placidez y el ser humano tuvo interés para mí.
Ya las hachas de mis criados negros talan los árboles para crear los cimientos
de mi futura residencia, y es preciso que aprenda a dirigirme a mis lectores
desde los mares más lejanos…
Que de este modo haya trastocado la afirmación del
héroe de Lord Tennyson resulta menos extraordinario de lo que pueda parecer en
principio. Pocos son los hombres que abandonan las islas después de haberlas
conocido; dejan que su pelo se vuelva cano allí donde se establecieron; la
sombra de las palmeras y los vientos alisios los airean hasta el día de su
muerte, mientras quizás acarician hasta el fin el sueño de visitar su país
natal, proyecto raramente realizado, menos raramente apreciado y aún más
raramente renovado. Ning{un lugar del mundo ejerce una atracción tan poderosa
sobre quien lo visita; mi tarea consistirá en comunicar a quienes gustan de
viajar sin moverse de su hogar la seducción de aquellos parajes y describir la
vida, en tierra y mar, de centenares de millares de seres, algunos de ellos de
nuestra sangre y que hablan nuestra lengua, todos contemporáneos nuestros y,
sin embargo, tan alejados de nosotros por sus pensamientos y costumbres domo
Rob Roy o Barbarroja, los apóstoles o los césares.”
Robert L. Stevenson. En los mares del sur. Ediciones B.