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viernes, 30 de noviembre de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




EL AIRE DE ROMA


“Lo que no mencionan las guías es la sensación de peligro que experimenta el turista en Roma. Al volver a la ciudad después de un fin de semana largo, ves la larga fila de coches fúnebres ante las puertas del Campo Verano. Casi todos los coches y carrozas fúnebres de Roma están ahí, y mientras observas, otros dos se suman a la cola. Debe de haber unos veinticinco. Preguntas a uno de los conductores qué sucede y responde que se debe a la epidemia. Hace tres días que transporta cadáveres sin un momento para comer o descansar. Se persigna y avanza lentamente hacia la entrada. En la ciudad, en la Piazza Venezia, es una noche de invierno, con la lúgubre humedad característica de esa parte del mundo. Los reflectores que apuntan al monumento, las nubes amarillas de una niebla de gran ciudad. Estacionas el coche, giras la llave de contacto, inmovilizas el volante y cierras bien todas las puertas, porque los robos son habituales en este barrio. Entras a un bar a comprar cigarrillos y son tales la humedad y el frío que la pobre chica que te atiende está temblando a pesar de sus tres jerséis de lana y las botas forradas de piel. Compras el periódico vespertino. En el bar y en las calles, todo el mundo tose. Le preguntas al portero de nuestra casa qué sabe sobre la epidemia y responde que hay peste, pero que por la gracia infinita de Dios, su casa y su familia están bien. Su hermana se ha llevado a los niños a Capranica para huir del aire envenenado de la ciudad, pero él no tiene adónde enviar a sus hijos. Sólo le queda rezar. Arriba, en tu casa, te sirves un buen whisky medicinal y sales al balcón a contemplar la peligrosa y extraña ciudad. Llamas a otro amigo y una voz desconocida te dice que se ha ido a Suiza. Llamas a otro amigo, que ha salido hacia Mallorca. Llamas al médico. Está de mal humor, porque tu llamada ha interrumpido su cena. Le preguntas si la ciudad es peligrosa. “Sí, claro que la ciudad es peligrosa –responde a gritos--. Roma siempre ha sido peligrosa. La vida es peligrosa. ¿Cree que vivirá siempre? Cuelga con violencia. Hojeas el diario en busca de noticias sobre la peste. Las habituales crisis ministeriales, un nuevo yacimiento de petróleo descubierto en Sicilia, un asesinato en la Via Cassia, pero la única noticia sobre la epidemia es que van a celebrar una misa cantada en seis iglesias por la salud de la ciudad de Roma. Podrías huir a Suiza o a Mallorca como tus amigos, pero ¿cómo vas a huir sin saber de qué huyes?”


John Cheever. Diarios. Emecé Editores.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA





The Phoenix and the Turtle


Let the bird of loudest lay,
On the sole Arabian tree,
Herald sad and trumpet be,
To whose sound chaste wings obey.

But thou, shrieking harbinger,
Foul pre-currer of the fiend,
Augur of the fever's end,
To this troop come thou not near.

From this session interdict
Every fowl of tyrant wing,
Save the eagle, feather'd king:
Keep the obsequy so strict.

Let the priest in surplice white,
That defunctive music can,
Be the death-divining swan,
Lest the requiem lack his right.

And thou, treble-dated crow,
That thy sable gender mak'st
With the breath thou giv'st and tak'st,
'Mongst our mourners shalt thou go.

Here the anthem doth commence:
Love and constancy is dead;
Phoenix and the turtle fled
In a mutual flame from hence.

So they lov'd, as love in twain
Had the essence but in one;
Two distincts, division none:
Number there in love was slain.

Hearts remote, yet not asunder;
Distance, and no space was seen
'Twixt the turtle and his queen;
But in them it were a wonder.
So between them love did shine,
That the turtle saw his right
Flaming in the phoenix' sight:
Either was the other's mine.

Property was thus appall'd,
That the self was not the same;
Single nature's double name
Neither two nor one was call'd.

Reason, in itself confounded,
Saw division grow together;
To themselves yet either-neither,
Simple were so well compounded

That it cried how true a twain
Seemeth this concordant one!
Love hath reason, reason none
If what parts can so remain.

Whereupon it made this threne
To the phoenix and the dove,
Co-supreme and stars of love;
As chorus to their tragic scene.

Threnos.

Beauty, truth, and rarity.
Grace in all simplicity,
Here enclos'd in cinders lie.

Death is now the phoenix' nest;
And the turtle's loyal breast
To eternity doth rest,

Leaving no posterity:--
'Twas not their infirmity,
It was married chastity.

Truth may seem, but cannot be:
Beauty brag, but 'tis not she;
Truth and beauty buried be.

To this urn let those repair
That are either true or fair;
For these dead birds sigh a prayer.


William Shakespeare.

viernes, 23 de noviembre de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE



IOGURES




"El oasis de Yarkant es enorme; continúa sin interrupción hasta Yecheng, que se encuentra a cuarenta kilómetros de distancia. El conductor nos dejó en un extremo de la ciudad, nos estrechamos la mano y se marchó comprensiblemente nervioso de que le sorprendieran ayudándonos. Empezamos a andar por los callejones y por entre los parterres de los jardines, intentando evitar las calles principales de la ciudad, pero aun así, atrajimos un séquito considerable. La gente de Yecheng nunca había visto a un europeo y estaba dispuesta a no dejar escapar la oportunidad. Los labradores dejaban caer la azada; los obreros abandonaban el torno. Los niños que volvían del colegio daban media vuelta y se unían a la muchedumbre creciente que nos seguía los pasos. La sensación de ser flautista mágico probablemente fue muy divertida para Hamelin, pero a nosotros no sólo resultaba irritante, sino que además era peligrosa. Posiblemente hubiéramos podido eludir los guardias de Seguridad Pública de habernos encontrado en nuestra propia ciudad, pero costaba imaginar cómo alguien podía dejar de ver a una multitud vociferante de por lo menos sesenta personas. Tampoco era especialmente halagador. Por lo que habíamos visto en Kashgar, los uigures consideran que los europeos son gente extremadamente fea. Los paquistaníes creen que somos la imagen de la perfección (las mujeres paquistaníes elegantes se ponen una crema para el sol destinada no a broncear, sino a dar a la piel un tono más claro, más europeo), pero los iugures no comparten el mismo gusto. En Kashgar, Louisa no había recibido ni una sola de las generosas proposiciones que le habían hecho al otro lado de los Karakorum. Para los uigures nosotros nos parecemos a los ogros de los cuentos de hadas ingleses: somos demasiado altos, tenemos la nariz larga y ancha, los labios fofos, los rasgos deformes o nada atractivos. Los senos de Louisa eran objeto de un examen minucioso e incrédulo por parte de los uigures: ¿cómo podía existir alguien con aquellos melones?"

William Dalrymple. Tras los pasos de Marco Polo. Edhasa.





lunes, 19 de noviembre de 2012

OBITER DICTUM





“La alta política de los estados europeos es incomprensible para las inteligencias vulgares. Un día cualquiera, cuando creemos que no hay mayores motivos para una conflagración internacional que en la víspera de ese día y que en todos los días del año, resulta que sin saber cómo ni cuándo, ni porqué la situación es gravísima; que el conflicto de los Dardanelos se ha complicado; que la supremacía sobre el mar Báltico ha de dirimirse; que Alemania no ve con buenos ojos --los ojos del káiser-- el flirt de Inglaterra con Rusia y con Francia; que Austria e Italia se despegan de la triple alianza; que en vista de la pequeñez de los mares, hay nación que desea arrendar el Mediterráneo o el Atlántico o el Pacífico, para uso particular de sus barcos, como si se tratara del estanque del Retiro; problemas terribles todos ellos que, no preocupando ni poco ni mucho a nadie en particular, en cuanto ciudadano inglés, alemán, francés, etc., tienen la virtud de preocupar a Inglaterra, Alemania, Francia, etc., en cuanto naciones y estados. Váyase por los muchos problemas que preocupan cada día a los ciudadanos de esos estados, sin que el Estado se preocupe de ellos para nada.
De un lado va la historia grande, la que se escribe a cañonazos. De otro la historia chica, la que no se escribe nunca, pero vive siempre. El divorcio entre una y otra es mayor cada día; de tal modo, que bien puede arriesgarse la siguiente definición. ¿Qué se entiende por grandes cuestiones de política internacional?
--Las que no le importan a nadie en el mundo.”


Jacinto Benavente.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EN POMERANIA



“El estallido de la pasada Guerra Mundial, con el que la etapa consciente de mi vida comenzó de golpe y porrazo, me pilló como a la mayoría de europeos: en plenas vacaciones de verano. Lo diré de entrada: la frustración de estas vacaciones fue la peor consecuencia que toda la guerra pudo tener en mi persona.
¡Cuán benigno fue el estallido repentino de la guerra anterior en comparación con el acercamiento lento y martirizador de la que se avecina! Aquel primero de agosto de 1914 acabábamos de decidir no tomarnos en serio todo aquello y quedarnos disfrutando del veraneo. Estábamos en una finca muy recóndita, situada en Pomerania Ulterior, entre bosques que yo, un pequeño escolar, conocía y amaba como ninguna otra cosa en el mundo. El regreso desde aquellos bosques a la ciudad, todos los años a mediados de agosto, era para mí el acontecimiento más triste e insoportable del año, sólo comparable al saqueo y la quema del árbol de Navidad tras la fiesta de Año Nuevo. El primero de agosto todavía faltaban dos semanas para la vuelta: toda una eternidad.
Claro que durante los días previos habían sucedido cosas inquietantes. El periódico traía algo inexistente hasta entonces: titulares. Mi padre lo leía durante más tiempo que de costumbre; al hacerlo, mostraba un semblante preocupado e insultaba a los austríacos cuando terminaba de leer. En una ocasión el titular decía: «¡Guerra!». Yo oía constantemente palabras nuevas cuyo significado desconocía y pedía que me explicaran con un montón de rodeos: «ultimátum», «movilización», «alianza», «entente». Un mayor que vivía en la misma finca y con cuyas dos hijas yo estaba en pie de guerra recibió de pronto un «mandato», otra de esas palabras nuevas, y partió aprisa y corriendo. También uno de los hijos de nuestro hostelero fue llamado a filas. Todos corrieron unos metros tras el carruaje de caza que le conducía a la estación y gritaron: «¡Sé valiente!», «¡Cuídate!», «¡Vuelve pronto!». Uno exclamó: «¡Machaca a los serbios!», ante lo cual yo, pensando en lo que mi padre solía manifestar tras leer el periódico, grité: «¡Y a los austríacos!». Me quedé muy sorprendido al ver que todos se echaron a reír.
Más impresionado que entonces estuve al oír que también los caballos más hermosos de la finca, Hanns y Wachtel, debían marcharse, pues pertenecían a la «reserva de Caballería» (¡qué cantidad de explicaciones necesitadas a su vez de explicación!). Yo amaba a cada uno de los caballos y el hecho de que los dos más hermosos tuvieran que desaparecer de pronto fue como si me clavaran un puñal en el corazón.
Sin embargo, lo peor de todo era que, en mitad de las conversaciones, la palabra «regreso» surgía una y otra vez. «Tal vez debamos regresar ya mañana.» Para mí esto sonaba igual que si hubieran dicho: «Tal vez debamos morir ya mañana». ¡Mañana en vez de la eternidad de dos semanas!
Es sabido que por aquel entonces no existía la radio aún y el periódico llegaba a nuestros bosques con veinticuatro horas de retraso. Además traía mucha menos información de la que suele venir hoy en los diarios. Los diplomáticos de entonces eran mucho más discretos que los de ahora… Y así fue posible que justo el primero de agosto de 1914 decidiéramos que la guerra no iba a tener lugar y que nos quedaríamos allí donde estábamos.
Jamás olvidaré aquel primero de agosto de 1914, y el recuerdo de ese día siempre me provocará una profunda sensación de tranquilidad, de tensión aliviada, de «todo irá bien». Así de extraña puede resultar la «experiencia de la historia».
Fue un sábado, con toda la maravillosa placidez propia de un sábado en el campo. La jornada de trabajo había concluido, en el aire sonaba el repiqueteo de los rebaños que regresaban a casa, el orden y el silencio se extendían por toda la finca, los mozos y las criadas se aseaban en sus cuartos para ir a divertirse a algún baile vespertino. Pero abajo, en la sala de las cornamentas de ciervos que colgaban de las paredes y los utensilios de estaño y platos de loza pulida colocados sobre los estantes, encontré a mi padre y al dueño de la finca, nuestro hostelero, que, sentados en butacas bajas, mantenían una conversación juiciosa en la que valoraban con mesura la situación. Es evidente que no comprendí mucho de lo que dijeron y además lo he olvidado por completo. Lo que no he olvidado es lo tranquilas y reconfortantes que sonaban sus voces: la de mi padre, más aguda, y el bajo grave del dueño; la confianza que inspiraba el humo oloroso de los puros que fumaban con lentitud y que ascendía en el aire formando pequeñas columnas delante de ellos y cómo, cuanto más hablaban, más claro, mejor y más calmado se volvía todo. Sí, finalmente, la conclusión de que no podíamos estar en guerra resultó casi irrebatible y, por tanto, no nos dejaríamos intimidar, sino que permaneceríamos allí hasta que terminaran las vacaciones, como siempre.
Cuando hube escuchado esto salí con el corazón henchido de alivio, alegría y gratitud y, casi con devoción, contemplé la puesta de sol sobre los bosques, que entonces volvieron a pertenecerme. El día había estado nublado, pero cerca del atardecer había ido clareando cada vez más y entonces el sol, dorado y rojizo, surcaba el azul más puro, anunciando la llegada de un nuevo día despejado.
¡Estaba seguro de que igual de claros serían los eternos catorce días de vacaciones que volvía a tener por delante!
Cuando me despertaron al día siguiente, el equipaje se iba haciendo a marchas forzadas. Al principio no entendí absolutamente nada de lo ocurrido; la palabra «movilización» no me decía nada, a pesar de que habían intentado explicármela unos días antes. Pero había poco tiempo para cualquier explicación, pues ya a mediodía debíamos liar los bártulos; no era seguro que hubiese algún tren disponible más tarde. «Hoy va todo al cero coma cinco», dijo nuestra eficiente criada; un dicho cuyo auténtico significado sigo sin tener claro, pero en todo caso aludía a que todo estaba patas arriba y cada cual tendría que arreglárselas solo. Así, fue posible que me escapara sin que se dieran cuenta y corriera hacia los bosques, donde me encontraron cuando casi era demasiado tarde para partir, sentado sobre un tocón, con la cabeza entre las manos, llorando desconsolado y sin la menor muestra de comprensión ante el argumento consolador de que estábamos en guerra y de que todos teníamos que hacer un sacrificio. Me metieron en el coche como pudieron y, tirados por dos caballos castaños al trote --que no eran Hanns ni Wachtel, pues ya se habían ido--, nos pusimos en marcha dejando atrás unas nubes de polvo que lo cubrían todo. Nunca he vuelto a ver los bosques de mi infancia.”


Sebastian Haffner. Historia de un alemán. Ediciones Destino.

lunes, 12 de noviembre de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EL SINDICALISTA Y EL CORONEL


“Inició una nueva vida. Cuando hablaba a los chilotes, su voz abría las compuertas a los resentimientos de siglos. En su juventud o en su inocencia mesiánica había algo que los inducía a realizar actos de abnegación primero, y de violencia después. Quizá lo confundían con el salvador blanco que les prometían las leyendas folclóricas.
Los exhortaba a abandonar el trabajo y le obedecían; incluso se sumaron a la marcha que convocó para conmemorar el undécimo aniversario del fusilamiento de Francisco Ferrer en Montjuic, Barcelona. (Soto les dijo a los chilotes que rendían homenaje al educador catalán tal como los católicos se lo rendían a la Doncella de Orleáns o los musulmanes a Mahoma.) Puesto que concebía toda la vida como una sórdida lucha económica, no hacía concesiones a las clases pudientes. Extorsionaba a los hoteleros, a los comerciantes y a los criadores de ovinos. El precio que les cobraba para levantar el boicot consistía en obligarlos a humillarse, y cuando ellos aceptaban sus condiciones, Soto se limitaba a aumentar la presión y multiplicar las injurias.
Los esfuerzos encaminados a silenciarlo fracasaron y la cárcel tampoco podía retenerlo, porque su facción era demasiado fuerte. Una noche un cuchillo brilló en una calle desierta, pero la hoja chocó con el reloj que llevaba en el bolsillo de chaleco, y el asesino mercenario huyó. El fracaso del atentado no hizo más que confirmar su sentimiento de que estaba llamado a cumplir una misión. Convocó a una huelga general para derrocar los poderes que gobernaban Santa Cruz, sin darse cuenta de que su base de sustentación se había reducido. Los sindicalistas locales se reconciliaron con los patrones y se burlaron de su delirante falta de espíritu práctico. Soto los acusó a su vez de ser rufianes al servicio del burdel La Chocolatería.
Aislado del ala moderada, Soto inició la revolución por su cuenta. Sus aliados fueron agitadores que difundían sus ideas mediante la acción y no mediante las palabras. Se autodenominaban el Consejo Rojo y sus líderes eran italianos: un desertor toscano y un piamontés que había fabricado pastorcillas en una manufactura de porcelana de Dresde. El Consejo Rojo atacó las estancias con un contingente de quinientos jinetes belicosos: saqueaban armas, víveres, caballos y bebida; liberaban a los chilotes de sus inhibiciones; dejaban atrás pilas de chatarra retorcida por el fuego; y volvían a dispersarse en la estepa.
Ritchie envió una patrulla para que investigara lo que ocurría, pero sus miembros cayeron en una emboscada. Los rebeldes mataron a dos policías y un chófer. Un subalterno llamado Jorge Pérez Millán Temperley, que en realidad era un joven aristócrata con debilidad por los uniformes, recibió un balazo en los genitales. Los bandidos lo obligaron a cabalgar con ellos, y el dolor lo desquició definitivamente.
El 28 de enero de 1921, el Regimiento de Caballería del Ejército Argentino zarpó de Buenos Aires con la orden, dada por el presidente Yrigoyen, de pacificar la provincia. El oficial que mandaba la tropa era el teniente coronel Héctor Benigno Varela, un militar menudo de ilimitado patriotismo, estudioso de la disciplina prusiana, que quería que sus hombres se portaran como tales. Al principio, Varela contrarió a los terratenientes extranjeros, porque su programa de pacificación consistía en indultar a todos los huelguistas que entregaran las armas. Pero cuando Soto salió de su escondite y proclamó la victoria total sobre la propiedad privada, el ejército y el Estado, el coronel intuyó que había hecho un papel ridículo y sentenció:
–Si esto empieza de nuevo, volveré y los fusilaré a todos.
Los pesimistas acertaron. Durante aquel invierno, los huelguistas se movilizaron a lo largo de toda la costa, saquearon, incendiaron, formaron piquetes e impidieron que los funcionaros se embarcaran. Y cuando llegó la primavera, Soto planeaba su segunda campaña con tres nuevos lugartenientes (el Consejo Rojo había caído en una emboscada): Albino Argüelles, un funcionario socialista; Ramón Outerelo, un bakuninista y ex camarero; y un gaucho al que, por las dimensiones de su cuchillo, llamaban Facón Grande. Soto seguía creyendo que el gobierno era neutral y ordenó a cada lugarteniente que ocupara un sector del territorio, que realizase incursiones y que tomara rehenes. Soñaba, en secreto, con una revolución que se irradiaría desde la Patagonia y abarcaría el país. No era muy listo. Tenía un carácter frío y austero. Por la noche se iba a dormir solo. Los chilotes necesitaban un líder que compartiese cada parcela de sus vidas y empezaron a desconfiar de él.
Esta vez el doctor Borrero brilló por su ausencia. Tenía amoríos con la hija de un estanciero y aprovechó la caída del precio de la tierra para comprar su propio campo. Entonces se descubrió que, durante todo el tiempo, había estado a sueldo de La Anónima, la compañía de los Braun y los Menéndez. Los anarquistas notaron su deserción y escarnecieron a los «degenerados que alguna vez fueron socialistas, bebiendo en los bares a expensas de los trabajadores, y que hoy, como auténticos Tartufos, claman por el exterminio de sus antiguos camaradas».
El presidente Yrigoyen convocó a Varela por segunda vez y lo autorizó a utilizar «medidas extremas» para doblegar a los huelguistas. El coronel desembarcó en Punta Loyola el 11 de noviembre de 1921 y empezó a requisar caballos. Interpretó sus instrucciones como un permiso tácito para desencadenar un baño de sangre, pero como el Congreso había abolido la pena de muerte, él y sus oficiales debieron exagerar el potencial de los chilotes, describiéndolos como «fuerzas militares, perfectamente armadas y mejor provistas aún de municiones, enemigas del país donde viven». Arguyeron que Chile había instigado la huelga, y cuando capturaron a un anarquista ruso con una libreta llena de caracteres cirílicos, la interpretaron como la prueba de que ésa era la mano roja de Moscú.
Los huelguistas se dispersaron sin combatir. No estaban bien pertrechados y ni siquiera sabían usar las armas que tenían. El ejército difundió comunicados sobre enfrentamientos armados y arsenales capturados. Pero el Magellan Times publicó por única vez una información veraz: «Varias bandas de rebeldes se han rendido, al descubrir que la suya era una causa perdida, y los malos elementos que se contaban entre sus miembros han sido fusilados».
En cinco oportunidades distintas los soldados consiguieron que los huelguistas capitularan, tras prometerles que les respetarían la vida. En las cinco, los fusilamientos comenzaron después. Ejecutaron a Outerelo y Argüelles. Varela mató a Facón Grande en la estación Jaramillo, dos días después de que lo hubieran dado por muerto en combate. Fusilaban a centenares de hombres que caían en las tumbas que ellos mismos habían cavado, o los acribillaban y apilaban los cadáveres sobre hogueras del arbusto llamado «mata negra», de modo que el olor de la carne quemada y la resina de madera se esparcía por las pampas.”

Bruce Chatwin. En la Patogonia. Muchnik Editores.

domingo, 11 de noviembre de 2012

OBITER DICTUM





“La importancia de este socialismo y comunismo crítico utópico, está en razón inversa al desarrollo histórico de la sociedad. Al tiempo que la lucha de clases se define y acentúa, va perdiendo importancia práctica y sentido teórico, esa fantástica posición de superioridad respecto a ella, esa fe fantasiosa en su supresión. Por eso, aunque algunos de los autores de estos sistemas socialistas, fueran en muchos aspectos verdaderos revolucionarios, sus discípulos forman hoy día sectas indiscutiblemente reaccionarias, que tremolan y mantienen impertérritas las viejas ideas de sus maestros, frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado. Son pues consecuentes siguiendo las doctrinas de sus maestros, pues pugnan por mitigar la lucha de clases y por conciliar lo que es irreconciliable. Siguen soñando con la realización experimental de sus utopías sociales como la fundación de falansterios, con la colonización interior, con la creación de una pequeña Icaria, edición en miniatura de una nueva Jerusalén. Para levantar todos estos castillos en el aire, no tienen más remedio que apelar a la filantrópica generosidad de los corazones y los bolsillos burgueses. Poco a poco van cayendo a la categoría de los socialistas reaccionarios o conservadores, de los cuales sólo se distinguen por su sistemática pedantería y por una fanática fe supersticiosa en los efectos milagrosos de su ciencia social.”



Karl Marx

viernes, 9 de noviembre de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




 

EN EL PALACIO DEL ZAR


“A la mañana siguiente, el domingo 11 de noviembre (29 de octubre), con las campanas de todas las iglesias al vuelo, los cosacos entraron en Tsárskoe Seló. Kerenski en persona montaba caballo blanco. Desde la cumbre de un pequeño altozano podían ver las agujas doradas y cúpulas de colores, la enorme masa gris de la capital, que se extendía por la monótona planicie y tras ella las aguas aceradas del Golfo de Finlandia.
No hubo combate. Pero Kerenski cometió un error fatal. A las siete de la mañana envió al Segundo Regimiento de Tiradores de Tsárskoe Seló la orden de deponer las armas. Los soldados respondieron que permanecerían neutrales, pero no querían desarmarse. Kerenski les dio diez minutos para reflexionar. Esto enfureció a los soldados; llevaban ya ocho meses gobernándose ellos mismos con sus comités al frente y ahora olía a viejo régimen… A los pocos minutos la artillería cosaca abrió fuego sobre los cuarteles y mató a ocho hombres. Desde este momento en Tsárskoe no quedó ni un soldado “neutral”…
Petrogrado se despertó del estruendo de la fusilería y el ruido de pasos de hombres en marcha. Bajo el cielo gris soplaba un viento frío, presagiando nieve. Al amanecer, fuertes destacamentos de junkers ocuparon el Hotel Militar y la Central de Telégrafos, pero, tras un sangriento combate, fueron desalojados. La Central Telefónica fue asediada por los marinos, que se guarecían en las barricadas de toneles, cajones y planchas de lata en medio de la Morskaya o en la esquina de la Gorójovaya y la Plaza de San Isaac, disparando a todos los que cruzaban a pie o en vehículo. De vez en cuando pasaba un automóvil con la bandera de la Cruz Roja. Los marinos no lo tocaban…
Albert Rhys Williams estuvo en la Central Telefónica. Fue allí en un automóvil de la Cruz Roja, supuestamente lleno de heridos. Después de circular por toda la ciudad, el automóvil llegó por callejas laterales a la Escuela de Oficiales Mijaíl, cuartel general de la contrarrevolución. En el patio de la escuela había un oficial francés, que parecía mandar en todo… Por este medio llevaban municiones y víveres a la Central Telefónica. Decenas de supuestas ambulancias servían a los junkers para la comunicación y el avituallamiento…
Tenían en sus manos cinco o seis blindados de la disuelta División de Autos Blindados Ingleses. Cuando Luis Bryant iba por la Plaza de San Isaac se cruzó con un de ellos, que se dirigía del Almirantazgo a la Central Telefónica. En la esquina de la Calle de Gógol el auto se detuvo, justamente enfrente de ella. Varios marinos, parapetados tras pilas de leña, abrieron fuego. La ametralladora de la torreta del blindado giro a todos lados, disparando a mansalva contra las pilas de leña y la gente. Bajo el arco donde se encontraba miss Bryant resultaron siete muertos, entre ellos dos niños. De pronto los marinos saltaron gritando de la barricada y se arrojaron impetuosamente, rodearon la enorme máquina y empezaron a hundirle las bayonetas por todas las rendijas sin hacer caso de los tiros… El chófer del blindado simuló estar herido, los marinos lo dejaron en paz y él corrió a la Duma, a completar los relatos de las atrocidades bolcheviques… Entre los muertos había un oficial inglés…
Más tarde los periódicos comunicaron que en el blindado de los junkers había sido capturado un oficial francés, que fue conducido a la fortaleza de Pedro y Pablo. La Embajada Francesa desmintió inmediatamente la noticia, pero uno de los concejales de la Duma me dijo que él mismo había gestionado la libertad de este oficial… Sea como fuese la actitud oficial de las embajadas aliadas, algunos oficiales ingleses y franceses se condujeron en estos días muy activamente, llegando incluso a participar como expertos en las reuniones del Comité de Salvación…
Todo el día en distintas partes de la ciudad se libraron escaramuzas entre junkers y guardias rojos y batallas de autos blindados. Lejos y cerca se oían descargas, tiros sueltos, tableteo de ametralladoras. Los cierres metálicos de las tiendas estaban echados, pero la venta continuaba. Incluso los cinematógrafos, con las luces exteriores apagadas, funcionaban y estaban llenos de espectadores. Los tranvías circulaban como siempre. Funcionaba el teléfono. Llamando a la Central se podía oír claramente el tiroteo. Los aparatos del Smolny habían sido desconectados, pero la Duma y el Comité de Salvación mantenían comunicación telefónica constante con todas las escuelas de junkers y también con Kerenski en Tsárskoe Seló.”

John Reed. Diez días que estremecieron el mundo. Akal Editor.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

ALLÁ EN LAS INDIAS







ZULA Y CILAPULAPU


        “Cuando alguno de nosotros bajaba a tierra, ya fuese de día o de noche, encontraba siempre indígenas que lo invitaban a comer y a beber. Comen sus guisados a medio cocer, en extremo salados, lo que les incita a beber mucho, y en efecto beben muy a menudo, sorbiendo por medio de tubos de caña el vino contenido en los vasos. Gastan ordinariamente en comer cinco o seis horas.
        En esta isla hay varias aldeas, cada una de las cuales tiene algunos personajes respetables que hacen de jefes. He aquí los nombres de las aldeas y de sus respectivos jefes: Cingapola; sus jefes son Cilaton, Ciguibucan, Cimaninga, Cimaticat, Cicanbul; Mandani, que tiene por jefe a Ponvaan; Lalan, cuyo jefe es Seten; Lalutan, que tiene por jefe a Japau; Lubucin, cuyo jefe es Cilumai. Todas estas aldeas estaban bajo nuestra obediencia y nos
pagaban una especie de tributo.
        Cerca de la isla de Zubu hay otra llamada Matan, que posee un puerto del mismo nombre, donde anclaban nuestras naves. La principal aldea de esta isla se llama también Matan, cuyos jefes eran Zula y Cilapulapu. En esta isla era donde estaba situada la aldea de Bulaya, que quemamos.
        Viernes veintiseis de abril, Zula, uno de los jefes de la isla de Matan, remitió al comandante, con uno de sus hijos, dos cabras, con encargo de decirle que si no le enviaba todo lo que le había prometido, no era culpa suya sino del otro jefe llamado Cilapulapu, que no quería reconocer la autoridad del rey de España; pero que si a la noche siguiente quería despachar en su auxilio una chalupa con hombres armados, se comprometía a batir y subyugar enteramente a su rival.
        Con este mensaje, el comandante se resolvió a ir allí en persona con tres chalupas, y aunque le rogamos que no fuese, nos respondió que, como buen pastor, no debía abandonar su rebaño.
        Partimos a media noche, provistos de coraza y de casco, en número de sesenta, el rey cristiano, el príncipe su yerno y varios jefes de Zubu, con cierto número de hombres armados que nos siguieron en veinte o treinta balangayes: y habiendo llegado a Matan tres horas antes de que aclarase, el comandante resolvió no atacar, sino que envió a tierra al moro para que dijese a Cilapulapu y a los suyos que si querían reconocer la soberanía del rey de España, obedecer al rey cristiano de Zubu, y pagar el tributo que acababa de pedírseles, serían considerados como amigos, y que en caso contrario, conocerían la fuerza de nuestras lanzas. Los isleños no se amedrentaron con nuestras amenazas, respondiendo que tenían también lanzas, aunque sólo de cañas puntiagudas y estacas endurecidas al fuego. Pidieron sólo que no se les atacase durante la noche porque con los refuerzos que esperaban se habían de hallar en mayor número: lo que decían maliciosamente para animarnos a que los atacásemos inmediatamente, con la esperanza de que caeríamos en los fosos que habían excavado entre la orilla del mar y sus casas.”


Antonio Pigafetta. Primer viaje alrededor del globo. Fundación Civiliter.