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sábado, 2 de junio de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




GLACIAR DE BEARDMORE



“Ya he dicho que hay quien afirma que Scott debería haber recurrido a los esquís y los perros. Si el lector lee el relato del descubrimiento del glaciar Beardmore y el viaje que realizó por él Shackleton, dejará de inclinarse a favor de tal solución. A decir verdad, aunque nosotros encontramos un camino mucho mejor que el de Shackleton para llegar a la cima del glaciar, no creo que sea posible subir y bajar por él con perros ni pasar por las irregularidades que presenta el hielo en la confluencia con la planicie, salvo que se disponga de tiempo de sobra para buscar otra ruta. “Sin duda los perros hubieran podido llegar hasta aquí”, le oí decir a Scott cerca del Formanubes, aproximadamente en la mitad del glaciar. Sin embargo, lo mejor que hubiéramos podido hacer con los perros en las crestas de presión por las que pasamos durante el viaje de regreso habría sido arrojarlos a la sima más cercana. Si uno puede evitar pasar por zonas tan peligrosas, mejor que mejor; en caso contrario, no debe recurrir a los perros. La gente que dice estas cosas no sabe de lo que está hablando.
Si la intención de Scott era subir por el Beardmore, probablemente acertó al no llevar perros. En realidad, lo que hizo fue confiar en los ponis hasta el pie del glaciar y en sus propias fuerzas a partir de dicho punto. Como dependía de los ponis, no pudo ponerse en marcha hasta noviembre, pues la experiencia del viaje del depósito demostraba que los ponis no podían soportar las condiciones meteorológicas de la Barrera antes de esas fechas. Pero podría haber salido antes si hubiera llevado perros en lugar de ponis hasta el pie del glaciar. Así habría ganado unos cuantos días en su carrera contra el tiempo otoñal, que era el que iba a tener durante el viaje de vuelta.
Tales tragedias suscitan inevitablemente una pregunta: ¿merecía la pena? Pero ¿qué es lo que merece la pena? ¿Arriesgar la vida por una hazaña o por el país de uno? A Scott no le atraía mucho la idea de plantearse algo por el hecho de que constituyera una hazaña y nada más que una hazaña. Era preciso que, además, tuviera otro fin: el conocimiento. A Wilson las hazañas le atraían aún menos, y en los fragmentos de su diario que se reproducen en este libro llama poderosísimamente la atención el hecho de que no hiciera ningún comentario al enterarse de que los noruegos habían sido los primeros en llegar al polo. Es como si pensara que en el fondo carecía de importancia. Y probablemente así fuera.
Sería muy oportuno que alguien abordara estas cuestiones y otras semejantes relacionadas con la vida polar. El polo ofrece abundante material para la psicología, pues presenta unos elementos únicos, sobre todo el aislamiento completo y los cuatro meses de oscuridad que hay todos los años. Incluso en Mesopotamia, una nación que llevaba largo tiempo sufriendo, insistió al final en que se hiciera todo lo necesario para cuidar y evacuar a enfermos y heridos. Pero en las regiones polares un hombre ha de hacerse a la idea de que puede acabar pudriéndose a causa del escorbuto (como le ocurrió a Evans) o verse obligado a mantenerse durante diez meses con medias raciones de foca y raciones completas de alimentos contaminados por tomaína (como les ocurrió a Campbell y sus hombres) sin que nadie del mundo exterior pueda acudir a socorrerle durante un año o más. Allí no existen las “heridas de nada”: si uno se rompe la pierna en el glaciar Beardmore, ha de pensar en la forma más conveniente de suicidarse, tanto por su propio bien como por el de sus compañeros.
El explorador polar ha de hacerse a la idea de que se verá obligado a pasar privaciones tanto sexual como socialmente. ¿En qué medida pueden constituir un sucedáneo el trabajo duro y lo que cabría en llamar la “imaginación dramática”? Compare el lector los pensamientos que nos venían a la cabeza cuando viajábamos, la forma en que soñábamos con comida por la noche, y ese instinto tan primario en virtud del cual perder una miga de galleta le causaba a uno un resquemor duradero. Noche tras noche compraba yo grandes bollos de chocolate en un puesto del andén de entrevías de la estación Hatfield, pero siempre me despertaba antes de darle un bocado. Algunos de mis compañeros tenían la suerte de no ser tan nerviosos y acababan comiéndose aquellos alimentos imaginarios.

Apsley Cherry-Garrard. El peor viaje del mundo. Ediciones B.