GLACIAR DE BEARDMORE
“Ya he dicho que hay quien afirma que
Scott debería haber recurrido a los esquís y los perros. Si el lector lee el
relato del descubrimiento del glaciar Beardmore y el viaje que realizó por él
Shackleton, dejará de inclinarse a favor de tal solución. A decir verdad,
aunque nosotros encontramos un camino mucho mejor que el de Shackleton para
llegar a la cima del glaciar, no creo que sea posible subir y bajar por él con
perros ni pasar por las irregularidades que presenta el hielo en la confluencia
con la planicie, salvo que se disponga de tiempo de sobra para buscar otra
ruta. “Sin duda los perros hubieran podido llegar hasta aquí”, le oí decir a
Scott cerca del Formanubes, aproximadamente en la mitad del glaciar. Sin embargo,
lo mejor que hubiéramos podido hacer con los perros en las crestas de presión
por las que pasamos durante el viaje de regreso habría sido arrojarlos a la
sima más cercana. Si uno puede evitar pasar por zonas tan peligrosas, mejor que
mejor; en caso contrario, no debe recurrir a los perros. La gente que dice
estas cosas no sabe de lo que está hablando.
Si la intención de Scott era subir por el
Beardmore, probablemente acertó al no llevar perros. En realidad, lo que hizo
fue confiar en los ponis hasta el pie del glaciar y en sus propias fuerzas a
partir de dicho punto. Como dependía de los ponis, no pudo ponerse en marcha
hasta noviembre, pues la experiencia del viaje del depósito demostraba que los
ponis no podían soportar las condiciones meteorológicas de la Barrera antes de esas
fechas. Pero podría haber salido antes si hubiera llevado perros en lugar de
ponis hasta el pie del glaciar. Así habría ganado unos cuantos días en su
carrera contra el tiempo otoñal, que era el que iba a tener durante el viaje de
vuelta.
Tales tragedias suscitan inevitablemente
una pregunta: ¿merecía la pena? Pero ¿qué es lo que merece la pena? ¿Arriesgar
la vida por una hazaña o por el país de uno? A Scott no le atraía mucho la idea
de plantearse algo por el hecho de que constituyera una hazaña y nada más que
una hazaña. Era preciso que, además, tuviera otro fin: el conocimiento. A
Wilson las hazañas le atraían aún menos, y en los fragmentos de su diario que
se reproducen en este libro llama poderosísimamente la atención el hecho de que
no hiciera ningún comentario al enterarse de que los noruegos habían sido los
primeros en llegar al polo. Es como si pensara que en el fondo carecía de
importancia. Y probablemente así fuera.
Sería muy oportuno que alguien abordara
estas cuestiones y otras semejantes relacionadas con la vida polar. El polo
ofrece abundante material para la psicología, pues presenta unos elementos
únicos, sobre todo el aislamiento completo y los cuatro meses de oscuridad que
hay todos los años. Incluso en Mesopotamia, una nación que llevaba largo tiempo
sufriendo, insistió al final en que se hiciera todo lo necesario para cuidar y
evacuar a enfermos y heridos. Pero en las regiones polares un hombre ha de
hacerse a la idea de que puede acabar pudriéndose a causa del escorbuto (como
le ocurrió a Evans) o verse obligado a mantenerse durante diez meses con medias
raciones de foca y raciones completas de alimentos contaminados por tomaína
(como les ocurrió a Campbell y sus hombres) sin que nadie del mundo exterior
pueda acudir a socorrerle durante un año o más. Allí no existen las “heridas de
nada”: si uno se rompe la pierna en el glaciar Beardmore, ha de pensar en la
forma más conveniente de suicidarse, tanto por su propio bien como por el de
sus compañeros.
El explorador polar ha de hacerse a la
idea de que se verá obligado a pasar privaciones tanto sexual como socialmente.
¿En qué medida pueden constituir un sucedáneo el trabajo duro y lo que cabría
en llamar la “imaginación dramática”? Compare el lector los pensamientos que nos
venían a la cabeza cuando viajábamos, la forma en que soñábamos con comida por
la noche, y ese instinto tan primario en virtud del cual perder una miga de
galleta le causaba a uno un resquemor duradero. Noche tras noche compraba yo
grandes bollos de chocolate en un puesto del andén de entrevías de la estación
Hatfield, pero siempre me despertaba antes de darle un bocado. Algunos de mis
compañeros tenían la suerte de no ser tan nerviosos y acababan comiéndose
aquellos alimentos imaginarios.
Apsley Cherry-Garrard. El peor viaje del mundo. Ediciones B.