YEMBERIÉ IGZAW
“Era un
abisinio del Goyam que se había enrolado en los batallones mixtos, compuestos
por ambaras y eritreos. Era bajo de estatura, negro como el carbón y tenía
rasgos negroides pero, como buen abisinio, estaba convencido de que era blanco,
y decía que los blancos eran rojos, por el colorido del pabellón de la oreja
visto a contraluz.
En amhárico Yemberié significa “mi sol”
mientras Igzaw quiere decir “lo dominas”.
“Mi sol lo dominas” aparentaba una edad
indefinible. Parecía un muchachito, pero no debía tener menos de veinticinco
años. Al escucharlo, era imposible enterarse de algo. Contaba que se había
escapado de casa a los seis años, expatriándose a Eritrea, donde lo habían
nombrado jefe de estación –en realidad cuando era un chaval había trabajado
como picapedrero a lo largo de la línea ferroviaria y, pasado un tiempo, había
conseguido la promoción a capataz--. Pero en cuanto se abrió el reclutamiento
para la gente que estaba al otro lado de la frontera, fue corriendo a firmar, y
hasta se consideraba un soldado indígena anciano, tan anciano que empezaba a
extrañarse de que todavía no lo hubiesen ascendido a muntaz.
Era un cristiano copto, y orgullosísimo
de su fe, se paseaba entre los árabes luciendo en el pecho un gran crucifijo de
latón, tan grande que podía ser la envidia de un arzobispo. Tenía una marcada
intolerancia hacia los musulmanes, aunque de vez en cuando me hablase con
respeto de algún mahometano culto, de algún notable eminente, y tratase con
benevolencia a algún artesano honesto y trabajador; pero odiaba sin
discriminación a los israelitas, varones o hembras, de todas las edades,
cualquiera que fuese su condición social. Las lavanderas de Misurata eran todas
hebreas, y Yemberíe se empeñaba en lavarme la ropa blanca para que no se
contaminase con contactos impuros. En la primera casa del gueto, hacia el mar,
habitaba una lavandera adolescente de una belleza singular, descendiente
directa de las mujeres que en el pilón de Betlemme aclaraban la ropa del rey
David. Cuando le hablé de esa criatura, que sin duda habría inspirado a Salomón
un segundo Cantar de los Cantares, proponiéndole que la invitásemos a casa para
dejar en sus manos mis pañuelos sucios, me miro con severidad, y me dijo que
nunca más podría sonarme la nariz en un pañuelo tocado por las manos que habían
crucificado a Jesús. Intenté en vano demostrarle cómo evidentes razones
cronológicas absolvían a esta joven maravillosa del atroz delito, pero me
respondió que todos los hebreos eran responsables de la muerte de Cristo,
incluso aquellos que no habían nacido.”
Alberto Denti di Pirajno. Medicina para serpientes. Ediciones del
Viento.