DE DONCASTER A MANLY
Puerto de Sydney
“En el ferry que nos traía de regreso de Manly, una
viejecilla me oyó hablar.
--¿Usted
es inglés, verdad?—preguntó, con acento inglés del norte.—Me doy cuenta de que
lo es.
--Lo
soy.
--Yo
también.
Usaba
unas gafas de cristales gruesos, con montura metálica, y un simpático sombrero
de fieltro con un atisbo de tul azul sobre el ala.
--¿Está
visitando Sydney?—le pregunté.
--¡No,
por amor de Dios!—respondió.—Resido aquí desde 1946. Vine a vivir con mi hijo,
pero sucedió algo muy extraño. Cuando llegó el barco, él había muerto.
¡Imagínese! ¡Yo había vendido me casa de Doncaster, así que pensé que lo mejor
sería quedarme! Entonces le pedí a mi segundo hijo que viniera a vivir conmigo.
Y el vino… emigró… ¿y sabe una cosa?
--No.
--Murió.
Tuvo un ataque al corazón, y murió.
--Es
horrible—comenté.
--Había
tenido un tercer hijo—prosiguió.—Había sido mi favorito, pero había muerto en
la guerra, en Dunkerque, ¿sabe? Era muy valiente. Su oficial me envió una
carta. ¡Muy valiente, eso era! Estaba en cubierta… cubierto de petróleo
inflamado… y se arrojo al mar. ¡Ay! ¡Era una masa de fuego viviente!
--¡Pero
eso es horrible!
Pero
hoy tenemos un día hermoso—comentó sonriendo.-- ¿no le parece un día hermoso?
Era un
día soleado con nubes blancas y altas y una brisa que soplaba desde el océano.
Algunos yates enfilaban a bandazos hacia The Heads, y otros yates navegaban con
la vela balón izada. El viejo ferry cabalgaba sobre las cabrillas rumbo al
teatro de la ópera y el puente.
--¡Y
se está tan bien en Manly!—exclamó. –Me encantaba ir a Manly con mi hijo…
¡antes de que muriera! Pero hace veinte años que no voy.
--Sin
embargo, está muy cerca—dije.
--Es
que no he salido de casa durante dieciséis años. Estaba ciega. Tenía cataratas
y no veía nada. El cirujano dijo que eran incurables, así que me quedé
encerrada. ¡Imagínese! ¡Dieciséis años en tinieblas! Hasta que la otra semana
me visitó una simpática asistenta social y me dijo: “Será mejor que se haga
examinar esas cataratas”. ¡Y véame ahora!
Espié
a través de sus gafas un par de titilantes –ésta es la palabra para
definirlos--, de titilantes ojos azules.
--Me
llevaron al hospital—continuó. --¡Y me extirparon las cataratas! ¿No le parece
estupendo? ¡Puedo ver!
Sí—asentí.
–Es maravilloso.
--Es
la primera vez que salgo sola—confesó. –No se lo conté a nadie. Me dije, a la
hora del desayuno: “Es un día hermoso. Cogeré el autobús hasta el muelle
circular, e iré en ferry a Manly… tal como lo hacíamos en los viejos tiempos”.
Pedí pescado para el almuerzo. ¡Oh, fue divino!—Encorvó los hombros con aire de
picardía y dejó escapar una risita. --¿Cuántos años calcula que
tengo?—inquirió.
--No
lo sé—respondí. –Deje que la mire. Yo diría que tiene ochenta.
--No,
no, no—exclamó riendo. –Tengo noventa y tres… ¡y puedo ver!”
Bruce Chatwin. Los trazos de la canción. Muchnik
Editores.