«Era una casa llevada con todo el vigor de la Iglesia Evangélica
revelada a aquella mujer. Yo nunca había oído hablar del infierno, así que allí
me adentraron en todos sus horrores; a mí y a cualquier pobre criada que
hubiera en la casa, cuyo severo racionamiento la hubiera obligado a robar
comida. Vi una vez a la mujer pegarle de tal modo a una niña, que ésta estuvo a
punto de defenderse con el atizador de la cocina en alto. Yo mismo me llevaba
constantes palizas. La mujer tenía un solo hijo, de doce o trece años y tan
religioso como ella. Yo era una especie de juguete para él, y cuando su madre
me había dado la paliza diaria, él (dormíamos en el mismo cuarto) me cogía por
su cuenta y me daba el resto.»
Rudyard Kipling.