HERAT
“Treinta años de
recuerdos habían reducido la ciudad a unas cuantas diapositivas: un poni uncido
a una carreta piafando fuera de mi pequeño hotel; rayos del sol perfilados en
el polvo bajo los pinos junto a los alminares del mausoleo de la reina Gawhar
Shad. Pero ahora se había interpuesto un cuarto de siglo de guerra. En marzo de
1979, durante el régimen pro-comunista de Hafizullah Amin, un centenar de
asesores rusos y sus familias fueron asesinados a machetazos por musulmanes
militantes y una guarnición rebelde dirigida por un joven oficial, Ismail Khan.
Una semana después, tanques y helicópteros de combate soviéticos pulverizaron
la ciudad matando a miles de civiles. Solo después de diez años de resistencia
de guerrillas y la retirada de los exhaustos rusos, regresó Ismail Khan como
emir de Occidente sedicente, para ser expulsado por los talibanes en 1995. Pero
en esta ciudad, la más culta de las afganas, los talibanes habían gobernado
como una fuerza de ocupación extranjera, despreciados por su ignorancia,
temidos por su fanatismo. Con la campaña de 2001 liderada por Estados Unidos, Ismael
Kan regresó como caudillo a una ciudad escarmentada.
No quedaba ningún recuerdo de la ciudad
que yo había conocido. Mi hotel había desaparecido. Las calles trazadas en la
década de 1920 por el rey modernizante Amanullah, antes transitadas por
tintineantes carros de ponis, estaban ahora recorridas por una cabalgata de
desvencijados camiones, motocicletas, caballos y taxis. El aire que yo
recordaba puro apestaba a los gases –Ismail Khan había sido depuesto hacía unas
semanas – o intentaban en vano dirigir el tráfico.
Pero, por debajo de este clamor,
pervivía una antigua suavidad y elegancia. Aislada de Kabul por ochocientos
kilómetros de montañas, Herat pertenecía a las mesetas iraníes con que
colindaba al oeste. Sus gentes eran elegantes y finas. El dari que hablaban era
más puro que el persa. Comparados con las zancadas de los rufianes de
Mazar-i-Sharif, sus pasos poseían una ágil finura. Aquí los descomunales
turbantes pertenecían únicamente a los pueblos y arrabales. Casi todos los heratíes
llevaban la cabeza descubierta. Los relojes les tintineaban en las muñecas como
pulseras. Entre ellos se veían los titilantes casquetes de Kandahar, y de vez
en cuando, el rostro de una mujer, enmarcado únicamente por chador negro iraní –una
inmigrante que había regresado, quizá creaba revuelo por su descaro.”
Colin Thubron.
La sombra de la ruta de la seda.
Ediciones Peninsula.
La sombra de la ruta de la seda.
Ediciones Peninsula.