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viernes, 4 de septiembre de 2020

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




HERAT


        “Treinta años de recuerdos habían reducido la ciudad a unas cuantas diapositivas: un poni uncido a una carreta piafando fuera de mi pequeño hotel; rayos del sol perfilados en el polvo bajo los pinos junto a los alminares del mausoleo de la reina Gawhar Shad. Pero ahora se había interpuesto un cuarto de siglo de guerra. En marzo de 1979, durante el régimen pro-comunista de Hafizullah Amin, un centenar de asesores rusos y sus familias fueron asesinados a machetazos por musulmanes militantes y una guarnición rebelde dirigida por un joven oficial, Ismail Khan. Una semana después, tanques y helicópteros de combate soviéticos pulverizaron la ciudad matando a miles de civiles. Solo después de diez años de resistencia de guerrillas y la retirada de los exhaustos rusos, regresó Ismail Khan como emir de Occidente sedicente, para ser expulsado por los talibanes en 1995. Pero en esta ciudad, la más culta de las afganas, los talibanes habían gobernado como una fuerza de ocupación extranjera, despreciados por su ignorancia, temidos por su fanatismo. Con la campaña de 2001 liderada por Estados Unidos, Ismael Kan regresó como caudillo a una ciudad escarmentada.
        No quedaba ningún recuerdo de la ciudad que yo había conocido. Mi hotel había desaparecido. Las calles trazadas en la década de 1920 por el rey modernizante Amanullah, antes transitadas por tintineantes carros de ponis, estaban ahora recorridas por una cabalgata de desvencijados camiones, motocicletas, caballos y taxis. El aire que yo recordaba puro apestaba a los gases –Ismail Khan había sido depuesto hacía unas semanas – o intentaban en vano dirigir el tráfico.
        Pero, por debajo de este clamor, pervivía una antigua suavidad y elegancia. Aislada de Kabul por ochocientos kilómetros de montañas, Herat pertenecía a las mesetas iraníes con que colindaba al oeste. Sus gentes eran elegantes y finas. El dari que hablaban era más puro que el persa. Comparados con las zancadas de los rufianes de Mazar-i-Sharif, sus pasos poseían una ágil finura. Aquí los descomunales turbantes pertenecían únicamente a los pueblos y arrabales. Casi todos los heratíes llevaban la cabeza descubierta. Los relojes les tintineaban en las muñecas como pulseras. Entre ellos se veían los titilantes casquetes de Kandahar, y de vez en cuando, el rostro de una mujer, enmarcado únicamente por chador negro iraní –una inmigrante que había regresado, quizá creaba revuelo por su descaro.”


Colin Thubron. 
La sombra de la ruta de la seda. 
Ediciones Peninsula.