A VENTICINCO PASOS
“Se concertó el
lance para las primeras horas de la mañana. Aquella noche dormí con tan profundo
sueño, que a mi hermano Gonzalo le costó gran trabajo despertarme. Las
condiciones del desafío no eran para producir gran insomnio: un disparo a
veinticinco pasos a la voz de «fuego». El mayor peligro no estaba en ser herido
por las balas de mi adversario; de tener la desgracia de herirle, seguramente
la turba de empleados del Ayuntamiento, principalmente del resguardo de
Consumos, que nos seguían, me hubieran hecho pasar un mal rato. Se había
convenido verificar el duelo en una quinta de Carabanchel propiedad de la ex
emperatriz Eugenia; mas ésta había dado orden — nuestros padrinos lo ignoraban—
de cerrar las puertas de la finca, pues se hallaba harta de que sirviera de
terreno para ventilar las cuestiones de honor, entonces muy frecuentes; al
saberlo, quedaron perplejos sin saber adonde llevarnos; y al fin decidieron que
se ventilase nuestro honor en
Leganés... en una casa del duque de Tamames.
Dijo un periódico, y con
razón, al relatar los incidentes del lance, que en éste sólo había habido una
víctima; esta víctima era mi hermano Gonzalo, quien, por no alejarse de mí un momento,
pasó un rato angustioso cuando, no pudiendo entrar en el sitio donde íbamos a
cruzar los disparos, esperó, tras de la tapia, a conocer el resultado de ellos.
Este desafío fue el suceso
del día. Algunos periódicos dieron cuenta de él en extraordinarios, que
arrebataron las gentes en la calle.
Me sentía un héroe al ver
cómo aumentaba mi popularidad, esa popularidad perseguidora de mi vida y origen
de más molestias que provecho.
Mi camino parecía trazado por
la fatalidad; sólo había en él lugar para la lucha, para dar y recibir
golpes...
Esto del sino o del destino
no es para tomarlo a broma, y es muy difícil, si no imposible; vencerlo; el
árabe cree ciegamente en su metkub;
yo, no tanto...
He mantenido en política muy
enconadas luchas; sin embargo, puedo afirmar, después del largo camino
recorrido, que no he sentido por nadie odio, y he perdonado siempre, quizá con demasiada
facilidad, las ofensas recibidas. Aprendí esto, como otras muchas cosas, de
Sagasta, el cual ni odiaba, ni maldecía, ni murmuraba de ninguno; y le fue muy
bien; era de la escuela de Disraeli; éste, cuando recibía una ofensa, por toda
venganza escribía en un papel el nombre del ofensor, lo guardaba y lo leía
después de transcurrido un año... ¿Y entonces?...”
Álvaro de Figueroa.
Notas de una vida.
M. Aguilar editor.
Notas de una vida.
M. Aguilar editor.