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miércoles, 15 de noviembre de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




A VENTICINCO PASOS


        “Se concertó el lance para las primeras horas de la mañana. Aquella noche dormí con tan profundo sueño, que a mi hermano Gonzalo le costó gran trabajo despertarme. Las condiciones del desafío no eran para producir gran insomnio: un disparo a veinticinco pasos a la voz de «fuego». El mayor peligro no estaba en ser herido por las balas de mi adversario; de tener la desgracia de herirle, seguramente la turba de empleados del Ayuntamiento, principalmente del resguardo de Consumos, que nos seguían, me hubieran hecho pasar un mal rato. Se había convenido verificar el duelo en una quinta de Carabanchel propiedad de la ex emperatriz Eugenia; mas ésta había dado orden — nuestros padrinos lo ignoraban— de cerrar las puertas de la finca, pues se hallaba harta de que sirviera de terreno para ventilar las cuestiones de honor, entonces muy frecuentes; al saberlo, quedaron perplejos sin saber adonde llevarnos; y al fin decidieron que se ventilase nuestro honor en
Leganés... en una casa del duque de Tamames.
        Dijo un periódico, y con razón, al relatar los incidentes del lance, que en éste sólo había habido una víctima; esta víctima era mi hermano Gonzalo, quien, por no alejarse de mí un momento, pasó un rato angustioso cuando, no pudiendo entrar en el sitio donde íbamos a cruzar los disparos, esperó, tras de la tapia, a conocer el resultado de ellos.
        Este desafío fue el suceso del día. Algunos periódicos dieron cuenta de él en extraordinarios, que arrebataron las gentes en la calle.
        Me sentía un héroe al ver cómo aumentaba mi popularidad, esa popularidad perseguidora de mi vida y origen de más molestias que provecho.
        Mi camino parecía trazado por la fatalidad; sólo había en él lugar para la lucha, para dar y recibir golpes...
        Esto del sino o del destino no es para tomarlo a broma, y es muy difícil, si no imposible; vencerlo; el árabe cree ciegamente en su metkub; yo, no tanto...
        He mantenido en política muy enconadas luchas; sin embargo, puedo afirmar, después del largo camino recorrido, que no he sentido por nadie odio, y he perdonado siempre, quizá con demasiada facilidad, las ofensas recibidas. Aprendí esto, como otras muchas cosas, de Sagasta, el cual ni odiaba, ni maldecía, ni murmuraba de ninguno; y le fue muy bien; era de la escuela de Disraeli; éste, cuando recibía una ofensa, por toda venganza escribía en un papel el nombre del ofensor, lo guardaba y lo leía después de transcurrido un año... ¿Y entonces?...”


Álvaro de Figueroa
Notas de una vida
M. Aguilar editor.