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lunes, 28 de agosto de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE







EN NOCHES DE FIEBRE


Uno de los síntomas de la enfermedad que me consume es la fiebre, constante y agotadora. Sube mucho por la noche, y entonces se tiene la impresión de que son nuestros huesos los que la irradian. Como si alguien nos colocase en la médula espirales metálicas y las conectase a la corriente eléctrica. Las espirales se calientan hasta volverse blancas y todo nuestro esqueleto, abrasado por un invisible incendio interior, arde en llamas.
         Uno no puede conciliar el sueño. En noches así, permanezco tumbado en mi habitación de Dar es Salam y miro cómo cazan las lagartijas. Las que habitualmente deambulan por el piso son pequeñas, tienen la piel de un color gris claro o de ladrillo y se mueven mucho. Ágiles y vivarachas, corren con facilidad por las paredes y el techo.
Nunca se mueven a un paso normal, tranquilo. Primero permanecen inmóviles, como paralizadas, y de repente se lanzan en una carrera enloquecida persiguiendo un objetivo que sólo ellas conocen y vuelven a quedarse quietas. Sólo por su tronco palpitante vemos que ese sprint, este lanzarse sobre una cinta de meta invisible, las ha agotado tanto que ahora realmente tienen que descansar, recuperar el resuello y las fuerzas antes de la siguiente acometida veloz.
         La caza empieza por la noche, cuando en la habitación arde la luz eléctrica. Su interés se centra en toda clase de insectos: moscas, escarabajos, polillas, mariposas nocturnas, libélulas y, sobre todo, mosquitos. Las lagartijas aparecen de repente, como si alguien las hubiese catapultado, pegándolas a las paredes. Miran a su alrededor sin mover la cabeza: tienen los ojos colocados en unos cojinetes independientes, como telescopios astronómicos, gracias a lo cual ven todo lo que está delante y detrás de ellas.
Y de pronto la lagartija divisa a un mosquito y se lanza en su persecución. El mosquito, dándose cuenta del peligro, empieza a huir. Lo curioso es que nunca huye hacia abajo, hacia el abismo cuyo fondo está forrado arriba, allí, nervioso y furioso, da vueltas y más vueltas hasta que, a fuerza de seguir subiendo, acaba aterrizando en el techo. Todavía no sabe, ni siquiera presiente, que tal decisión tendrá para él consecuencias mortales. Una vez enganchado al techo, con la cabeza hacia abajo, pierde la orientación el sentido de las direcciones y se le confunden los puntos cardinales. Como resultado, en vez de salir pitando del lugar del peligro, que es para él ahora el techo, se comporta de tal manera como si se resignase a haber caído en una trampa sin salida.
         A partir de este momento, la lagartija, que ya tiene al mosquito en el techo, puede mostrarse contenta y relamerse el hociquito: la victoria está cerca. Sin embargo, no se duerme en los laureles: sigue concentrada, alerta y llena de determinación. Se lanza al techo y, sin dejar de correr, empieza a dibujar alrededor del mosquito círculos cada vez más pequeños. Debe de producirse en este momento algún fenómeno mágico, un hechizo o hipnosis, puesto que el mosquito, a pesar de poder salvarse con una huida hacia el espacio donde ningún agresor conseguiría alcanzarlo, permite que la lagartija, que sigue haciendo sus rítmicos movimientos –salto, reposo, salto, reposo--, lo cerque y acose cada vez más. En un momento dado el mosquito se da cuenta con horror de que ya no le queda Ningún espacio para maniobrar, que la lagartija está al lado mismo y esta idea lo aturde y paraliza tanto que, vencido y resignado, se deja engullir sin oponer resistencia alguna.
         Todo intento de hacerse amigo de una lagartija invariablemente termina en fracaso. Se trata de unos seres muy desconfiados y asustadizos que andan (o más bien corren) por sus propios caminos Este fracaso nuestro también tiene un sentido metafórico: confirma que se puede vivir bajo el mismo techo y, sin embargo, no conseguir comprenderse, no lograr encontrar una lengua común.


Ryszard Kapuscinski. 
Ebano
Editorial Anagrama.