UNA FRANCESA EN BERLíN
“--El alemán de dieciocho años es como un dios joven; a los treinta
y cinco años el alemán es como un cerdo --me dice madame mientras contemplamos
maravillados el magnífico espectáculo del Wellenbad.
Este baño de ola artificial del Luna Park de Berlín --como no hay
otro igual en Europa-- es sorprendente. En el fondo de una enorme piscina,
dispuesto en forma de rampa, una potente maquinaria agita constantemente el
agua lanzándola en oleadas hacia la parte más elevada de la rampa, que forma
una especie de playa. En torno a esta gran piscina, todo está dispuesto como en
un cabaret. El público se acomoda en las mesitas que rodean la playa artificial
y cena o bebe champán en compañía de los bañistas. Al lado del caballero de
esmoquin, la señorita en maillot exhibiendo casi absolutamente desnudo su cuerpo
irreprochable.
Dentro del agua, hombres y mujeres fraternizan con una libertad de
movimientos que un latino no comprenderá nunca. Esta indiferencia, por lo menos
aparente, que el tipo germánico tiene ante las sugestiones eróticas, le permite
entregarse limpiamente, graciosamente, a toda clase de juegos y escarceos
sensuales entre individuos de los dos sexos.
Una muchachita adolescente está metiendo poco a poco sus
piececillos en el agua, temerosa del frío.
Erguido el cuerpecillo frágil bajo el somero maillot, mira con sus
ojos claros el fondo de la piscina, en la que no se atreve todavía a meterse.
De improviso, un mocetón de pelo en pecho la levanta en vilo y la zambulle en
el agua. La muchachita da un grito de espanto e intenta ganar la orilla, pero
el mocetón vuelve a cogerla entre sus brazos musculosos y tira de ella hacia
dentro. Resbalando entre los brazos de él como una anguila, la adolescente
escapa una vez y otra riendo, gritando. Más ágil, logra zafarse y arriba a la
playa, chorreando agua, sofocada. Entonces son dos, tres mocetones los que se
precipitan sobre ella y, cogiéndola por los pies y la cabeza, la sumergen una y
otra vez en el agua, hasta que se cansan y la abandonan medio asfixiada. La
chica se levanta entonces, se estira cuidadosamente el maillot y se lanza
impetuosa contra los muchachos, sonriendo enardecida. Esta lucha se repite una
y mil veces con gran alborozo de hembras y varones.
Pero una vez, uno de aquellos bárbaros ha levantado en alto a una
adolescente como un nardo, y al dejarla caer en el agua le ha dado un golpe
contra el borde de la piscina. La muchachita se levanta renqueando y, como un
animalillo herido, se va a un rincón a curarse su patita mientas los demás
siguen indiferentes su algazara.
Madame dice que no le es grato este espectáculo. A madame no le es grato,
en general, el espectáculo de Alemania. Me fue de un valor inapreciable durante
mi estancia en Alemania el tener frecuentemente a mi lado esta piedra de toque
de la sensibilidad latina que es esta señora parisién de treinta y cinco años,
tan en sazón, tan ponderada y aguda, que en cada momento de estupor producido
en mí por las sugestiones germánicas, sabía poner el contrapeso de su ironía
francesa.
Madame vive hace mucho tiempo en Alemania y conoce bien a los
alemanes. Sigue siendo, sin embargo, absolutamente francesa; es más, creo que
su aguda sensibilidad latina se ha exacerbado en vez de embotarse al contacto
con estas grandes masas de humanidad que forman Alemania, y así, madame es el
fiel contraste más implacable que yo podría encontrar aquí.
Tengo por esta señora francesa, espiritual, aguda, hipersensible,
que vive en Alemania, una conmiseración sin límites. Si se sienta a la mesa
madame, con su fino paladar francés, no podrá soportar las grasas y la harina
de la cocina alemana; si sale a pasear, sus ojos, acostumbrados al tono
discreto de los bulevares, a esa pátina encantadora de París, se sentirán
heridos por estos colores radiantes que tanto gustan en Alemania, donde todo
está recién pintado, barnizado y pulido; hasta en sus momentos de alegría,
después de unas copas de Burdeos, se sentirá agredida por la alegría
estruendosa, llena de risotadas y manotazos de estas espléndidas mujeres
germánicas ahítas de cerveza y de kirsch.
Esta sensación de estar siempre dominada, vencida por una fuerza
superior a la de su fina espiritualidad latina, debe pesar dolorosamente sobre
el ánimo de madame. Sus gracias francesas, tan de boudoir, su esprit, su chic
de mujer ya un poco pasada que acendra su feminidad y quintaesencia sus
encantos, se borran por completo ante la aparición de cualquier alemanita
adolescente que, cándidamente desnuda, ofrece en el Wellenbad el maravilloso
espectáculo de su carne joven y fresca.
No importa que madame finja ojeras como lirios y manos como nardos.
Esta Fräulein de diecisiete años, que tiene la cara curtida por el viento frío
de los lagos y las manos bastas por el deporte, sabe dejarse besar tan
limpiamente, que, más bien que caricia de mujer, parece merced de diosa su
abandono.
La luz cruda de Berlín es fatal a madame. En estos parajes
desnudos, desolados, de ciudad a medio construir que tiene Berlín, se ve
netamente el artificio de madame, su maquillaje, el punto vulnerable de su
silueta.
Pero madame se venga fácilmente.
--Vea usted --me dice señalándome una masa gigantesca de carne que
en este momento sale de la piscina con la cara enrojecida, los ojos ribeteados,
resoplando, gruñendo--. Todas son así --agrega --; tienen un momento maravilloso
en la vida: el de la pubertad; la gracia que les da la Providencia. Después,
como no saben, como no tienen espíritu, se convierten en esa cosa monstruosa
que sale bufando de la piscina en este momento, incapaz de comprender que debía
ahorrar a la humanidad el espectáculo de su cuerpo grasiento y deforme.
Yo no comparto en absoluto la opinión de madame. No soy, como
español, el antípoda espiritual del alemán que es el francés, y advierto
netamente, a través de lo que madame llama la barbarie germánica, ese fondo de
blanda humanidad tan cálido, tan emocionado que hay en la gente alemana.
Y, sobre todo: ¡Es tan grato el espectáculo de esta pujante
juventud!”