ROSAS Y VINO PARA UN POETA
“Flores anónimas y arrancadas, flores mojadas en vino, lapiceros de
colores. Los nietos enredando entre sus pies, José Hierro se ponía a pintar en
mitad de una comida, después de una cena, en un viaje. Él, tan locuaz, se
quedaba hermético, no participaba en la conspiración general y pintaba rápido,
nervioso, inspirado, porque también los aficionados tienen inspiración. A mí me
hizo la portada de mi primer libro, Tamouré, pegando papeles de colores, rectángulos
de luz.
Desde los primeros momentos se veía que ponía más inspiración en la
pintura que en el dibujo. De todo hacía un color. Dijo Eugenio d'Ors que el
dibujo es la honradez de la pintura. Pepe, Pepe Hierro vivía la honradez de
ambas cosas, pero se emocionaba más, le temblaban más las manos inventando
colores, creando colores inéditos con unas migas de pan, con una lágrima de vino,
con todo aquello que él convertía en impresionismo abstracto o figurativo,
manchando mucho la mesa donde trabajaba. Cada vez era más dado a aislarse en su
pintura, que le permitía desbocar una pasión secreta y, de paso, distanciarse
correctamente de la conversación general, cargada de tópicos, de pedantería y de
versos. A sus pies, la bombona del oxígeno que de pronto se colgaba al hombro,
como un ala de salud, para marcharse.
José Hierro fue crítico de arte. Más de una vez recorrí con él las
galerías de Madrid, al caer la tarde. Tomaba unas notas en un cuaderno para
luego, en casa, escribir la crónica de cada exposición. Hierro era un crítico
claro, riguroso, rápido, honrado, con ideas muy concretas sobre la pintura.
Pero más que por sus críticas veía yo por sus creaciones la tendencia a crear una
vaguedad de caras sonrosadas, de cabellos con perfume de vino, de
improvisaciones que eran hallazgos. Nunca me atreví a pedirle nada. La
plástica, sin duda, era su segunda vocación. Quizá dedicó más versos a la
música o hizo siempre versos musicales que resonaban en su pecho, pero la
pintura era el sello ingenuo que nos dejaba una personalidad tan complicada
como la de Hierro.
Cuando conocí a Lines comprendí aquel amor: aquella cabeza era lo que
él hubiera querido pintar, una luz rubia que venía del hermoso pelo y una
sonrisa pálida siempre y para todos.
Pasaba el
tiempo, le hicieron académico, todos los días le daban algún premio, tenía la prisa
de vivir y de fumar, iba con su ala de oxígeno volando España y posándose en
las más altas almenas de la lírica. Una conferencia suya era una conversación, un
relato, una representación, una sorpresa. Algunas tardes vino a buscarme a casa
para irnos en un coche a Segovia, a Ávila, a Cuenca, para dar nuestras
conferencias. Pepe hablaba de todo y yo hablaba de él. Nada más entrar en mi huerto
se ponía a dar botes con una pelota o una fruta. Cuando trabajó en la radio, lo
primero que hacía, al llegar por la mañana, era quitarse la chaqueta y hacer el
pino durante un rato. Nunca supe qué es lo que escribía en la radio. Lo del pino
tenía bastante desconcertados a los otros redactores.
Partíamos en el coche hacia la provincia inmediata. Había un
chofer, estaba Lines, estaba Pepe, dormido y delirante, y estaba yo. Conocía los
hoteles, conocía las posadas, entraba y pedía vino, se ponía y se quitaba la bombona
de oxígeno, un día le llamaron por teléfono al coche para decir que le habían
dado el Premio Miguel Hernández de poesía. Dio las gracias, colgó y seguimos
hablando de otra cosa. Conocía los ambientes, los campos, conocía España, después
de los primeros vinos se ponía a dibujar en un rincón, hasta la hora de la
cena.
En mitad de una conferencia donde yo estaba leyendo algo sobre él, me
quitó el libro de las manos, lo cerró y lo guardó. No soportaba que se hablase
tanto de José Hierro. Pero era igual, porque yo seguí hablando de él, ya sin
libro, y tuvo que aguantarse. Cenaba bien, pero exquisito, sabio, selectivo,
alternando los manjares rurales con los lujosos pescados de gran hotel y los vinos,
el vino blanco, el vino tinto, el chinchón del pueblo, le gustaba comer pero
estaba delgado, cuando salíamos del hotel, ya la pequeña ciudad cerrada y
dormida, preguntaba a gritos por la casa de prostitución, sólo para alborotar.
Luego volvíamos en el coche a Madrid:
—Me verás bebido, pero nunca borracho.
Cuando le hospitalizaron definitivamente yo iba a verle algunas tardes.
Compartía la habitación con un señor del Seguro. A lo mejor él también
era del Seguro. Dibujaba sentado en la cama, cumplía encargos que le habían
hecho como pintor, sacaba de debajo de la almohada un artículo mío, recortado del
periódico, que le había gustado.
—Qué bueno es esto, por qué no escribes versos, cabrón. Eres un poeta
exquisito pero te gusta ir de hombre terrible.
Esto me lo
dijo muchas veces, pero yo nunca quise decirle que escribía prosa porque la
prosa se cobra y el verso no. Incluso él tenía que ayudarse de la prosa. Había un
cielo muy alto, un clima muy claro, pero yo veía que eran las últimas tardes
del amigo, del poeta. Le dejaba unas flores para que pintase y me iba. Se venía
conmigo, en pijama y descalzo, hasta el ascensor. Recuerdo la última tarde, que
fue como otras, pero yo salí del hospital con la pesadumbre de la muerte
invadiendo un sol excesivo. Luego, en el tanatorio, tuve la cabeza frágil de
Lines en mi pecho.”