DESDE
EL FRANCONIA
“La primera vez que estuve en Nueva York me
apresuré a visitar el puente del que tanto oí hablar en mi niñez. Noté que
todos lo mencionaban con indiferencia, como algo que ha sido célebre y ve luego
arrebatada su fama por otras novedades.
pasar
por él me expliqué tal frialdad. El puente de Brooklyn ya no es una maravilla
única. Casi resulta una vejez en este país donde todo cambia en el curso de
diez años. Vi desde su larguísima y múltiple plataforma otros puentes más
audaces y más hermosos, tendiéndose como brazos férreos de una orilla a otra y
dejando entrever por los filamentos de sus redes colgantes un deslizamiento
continuo de trenes, tranvías, automóviles y filas de peatones, iguales por la
distancia a una leve hilera de puntos.
Los llamados «rascacielos» ofrecen desde su
meseta superior un espectáculo inolvidable. Los dos cursos acuáticos que se
deslizan, por ambos lados de la ciudad, estrechándola como un triángulo para
confundirse pasado su vértice en la bahía enorme, están arado~ sin descanso por
las quillas de innúmeras embarcaciones que se entrecruzan y se alejan. Tienen
la densidad pululante de los insectos primaverales que se mueven tejiendo una
tela invisible sobre la superficie de las charcas olvidadas. Los dos brazos
líquidos, a causa del incesante movimiento de sus buques, ofrecen el aspecto de
esas grandes avenidas en las que van y vienen sin reposo centenares de
automóviles.
Varios puentes de más de un kilómetro de
longitud se lanzan sobre el agua de azul grisáceo, como barras de tinta china
pendientes de filamentos sutiles, para que resbale sobre su cara superior, de
ribera a ribera, todo un mundo microscópico. En la bahía, limitada por costas
gibosas como lomos de cachalote, la isla que sirve de zócalo a la Estatua de la
Libertad parece un juguete, un pisapapeles, flotando sobre las aguas.
Son docenas, son a veces más de cien, los
buques de diversos calados y arboladuras que llegan de todos los puntos
cardinales de la tierra o abren el abanico de sus rumbos hacia horizontes
misteriosos, detrás de cuyo telón de brumas se ocultan nuevas costas y nuevos
puertos. Parece que no quede en el planeta otra tierra que ésta y el resto de
la humanidad viva sobre buques, necesitando venir a descansar sus pies sobre el
único fragmento de corteza sólida.
Desde tal altura los ojos abarcan kilómetros y
kilómetros de superficie terrestre sin encontrar un campo, algo que recuerde la
vida rústica, que es la de la mayoría de los humanos. Se ven arboledas enormes,
pero son de parques, de barrios-jardines, y estas islas de verdura se hallan
encerradas por el oleaje de tejados que se pierde en el horizonte y del que
emergen como picos submarinos las masas cuadrangulares de los «rascacielos».
Cada uno de dichos edificios es un mundo, más
grande y complicado que los mayores paquebotes. Para completar su semejanza con
uno de estos cosmos flotantes, todos ellos tienen una enorme máquina de vapor
destinada a las necesidades comunes de calefacción, alumbrado, etcétera,
añadiendo su chimenea torrentes de humo blanco a las inmediatas nubes. Aun en
días serenos, cuando el cielo es límpido y la bahía toma un color azul de
Mediterráneo, existe sobre la ciudad una ligera neblina dorada por el sol: el
vapor que lanzan los «rascacielos» por sus tubos de trasatlántico.
Cuando cierra la noche, los propietarios de
estos edificios inmensos iluminan su terraza final o los templetes que les
sirven de remate con focos invisibles de potente luz, azulados, verdes o rojos.
La masa del edificio sube y sube en la sombra, pues transcurridas las primeras
horas de la noche quedan cerradas sus filas de ventanas. Pero allá en lo alto,
cual islas quiméricas que flotasen sobre las tinieblas del sueño, ve el
transeúnte los remates luminosos de las torres. Como guardan ocultos sus focos
eléctricos, parecen bailados por una manga luminosa, de trayectoria invisible,
que.-viene de un sol oculto en la noche, más allá de nuestras pobres miradas.
Muge por última vez el Franconia, anunciando
que va a partir. La orquesta es cada vez más incoherente y estrepitosa en sus
ritmos danzantes. Cantan a gritos los músicos, pareciéndoles poco los
instrumentos para su ruidosa función. La muchedumbre saluda con aclamaciones
los movimientos preliminares de la partida del buque.
Ya han sido retiradas las pasarelas que lo
unían a los tres pisos del embarcadero de la Cunard.
Sus primeros movimientos estiran y rompen la
telaraña de cintas que ha ido tejiéndose en el espacio libre. Empiezan a flotar
en el agua muerta grandes bolas de papeles de colores. Se agitan brazos,
pañuelos y banderas. Cada vez es más ancha la faja líquida entre la pared
inmóvil del edificio y la pared metálica del vapor, que al moverse despierta al
agua, haciéndola huir por sus costados.
El Franconia inicia su marcha retrocediendo.
Resbala lentamente por la popa, fuera del corral acuático. Quiere salir al
Hudson, donde virará, poniendo su proa hacia mares más azules, hacia cielos
limpios de la neblina que esfuma en estos momentos las altas torres de Nueva
York, dándoles un aspecto de recortes de papel gris sobre un fondo de otro gris
más pálido.
Corre la muchedumbre hacia los balconajes
terminales del embarcadero que avanzan sobre las aguas libres. Allí son los
últimos saludos, los mayores alaridos de despedida, las agitaciones más
epilépticas de brazos, sombreros y lienzos de colores. Saludan la popa del
navío que se desliza junto a ellos; después la estructura central de este
pueblo flotante; últimamente, la proa que se aleja, se detiene poco después,
como si reflexionase, y acaba por ladearse, recobrando su verdadero
funcionamiento, que es el de avanzar partiendo las aguas.”
Vicente
Blasco Ibáñez. La vuelta al mundo de un
novelista. Sempere y Compañía Editores.