EN UN SUEÑO EN ULM
«En el corazón de aquella
madriguera se alzaba la catedral de Ulm, ceñida por un octágono de casas que se
encumbraba en el extremo occidental de la enorme nave, con la torre más alta
del mundo, cuya aguja transparente desaparecía en un deshilachado edredón de
nubes. Finalizaba un día de mercado. Estaban quitando la nieve de los toldos
alquitranados y formando columnas con los cestos encajados unos en otros.
Habían cargado los restos de verduras en las carretas, muchos de cuyos caballos
tenían aquellas hermosas crines y colas muy rubias, y los carreteros maldecían mientras
los hacían retroceder entre las lanzas de las carretas. Mujeres de mejillas
coloreadas, procedentes de una veintena de pueblos, llevaban cofias almidonadas
y provistas de cintas negras que debían de haber sido terribles receptáculos de
nieve. Se congregaban en torno a los braseros y pisoteaban el suelo con unas
botas extraordinarias como no las había visto antes ni las he vuelto a ver
desde entonces: unos cilindros inmensos, anchos como el calzado de los
postillones del siglo XVII , forradas de fieltro y rellenas de paja.
Incomprensibles gritos dialectales se mezclaban con los bufidos y relinchos.
Las aves de corral estaban agitadas, los cerdos chillaban, los ganaderos
azuzaban a las reses para que salieran de los corrales medio desmontados a
medida que colocaban las vallas. Aldeanos con sombreros de ala ancha, chalecos
rojos y látigos en las manos charlaban en las columnatas y en el tramo de
escalones bajos. Un estridente y jocoso murmullo de confabulación se mezclaba
con el humo entre las macizas columnas, y las bóvedas que sostenían aquellas
columnas eran los suelos de edificios medievales tan grandes y macizos como
antiguos tithe barns ingleses.»
Patrick
Leigh Fermor.
El
tiempo de los regalos.
Peninsula.