AZULES PAPELILLOS
“Todas las noches contemplo en un extremo de la mesa
donde se juega más fuerte a un fantasma blanco e inmóvil. Es un jeque de Argel.
Pálido con una palidez de hostia, entre la blancura de sus tocas y la orla
nevada de su barba, el viejo jeque parece una figura de cera. Sus ojos brillan,
inmóviles, como si fuesen de vidrio, fijos en las manos del banquero. Esa
frialdad musulmana, desdeñosa y altiva, que permite a los árabes contemplar
impasibles las mayores grandezas de nuestra civilización, mantiene al venerable
moro inmóvil y sin pestañear. Pierde, pierde siempre, y su vida parece
concentrarse en sus manos, que se ocultan bajo las blancas vestiduras,
escarabajean en el sitio donde la Legión de Honor se marca como una gota de
sangre sobre el nítido albornoz, y vuelven a crujir, estrujando azules papelillos
que arrojan ante ellas.
¡Pobre jeque!... Veo praderas abrasadas
por el sol junto a un riachuelo africano casi seco. Los grupos de palmeras se
destacan en negro sobre el horizonte rojo y oro de la tarde. Los perros flacos
y lanudos ladran y corretean en torno de las tiendas; las mujeres, con el
rostro cubierto por un trapo blanco, van y vienen, llevando sobre su cabeza un
cántaro derecho o hunden sus brazos gordos y tostados en la harina amasada,
preparando el pan para el día siguiente y haciendo sonar a cada movimiento los
pesados brazaletes de cobre. Los pequeñuelos panzudos, de color de ladrillo,
con la cabeza rapada y un pincel de pelos en el cogote, corren persiguiendo a
los saltamontes. El jefe está ausente; el amo se fue, y una tristeza de orfandad
pesa sobre la tribu. El médico del inmediato puesto militar le recomendó unas
aguas maravillosas de la lejana Francia, país de maravillas, y allá vive el
gran jefe, mientras el campamento parece más solo, más triste. ¡Están lejos los
días en que los hombres de la tribu hacían galopar sus caballos y disparaban
sus fusiles en alborozada fantasía, para recibir al personaje de quepis rojo,
que en nombre del gobernador general de Argel colocó sobre el pecho del jefe la
cinta encarnada con la estrella de cinco puntas, motivo de envidia y respeto
para las demás tribus del contorno!...”
Vicente Blasco Ibáñez.
Oriente.
Sempere y Compañía Editores.
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