EN ABU DHABI
“Media hora después salió un árabe de
barba canosa, nos hizo unas cuantas preguntas y volvió a entrar en el castillo.
Apareció de nuevo un poco más tarde y nos invitó a entrar. Nos condujo por unas
escaleras hasta una pequeña habitación alfombrada donde estaban sentados
Shakhbut, el gobernante de Abu Dhabi, y sus hermanos Hiza y Khalid. Vestían al
estilo saudí, largas túnicas blancas, capas bordadas en oro y turbantes blancos
que caían alrededor de sus rostros y se sujetaban con cordones de lana negros.
La daga de Shakhbut llevaba ornamentos de oro. Se levantaron al entrar
nosotros, y una vez les hubimos saludado y estrechado las manos, Shakhbut nos
invitó a tomar asiento. Era un hombre de tez pálida y complexión ligera, rasgos
menudos y regulares, una barba negra cuidadosamente recortada y grandes ojos
oscuros. Se mostró cortés, casi amistoso, pero distante. Hablaba con suavidad,
se movía despacio y con deliberación y parecía imponer una rígida contención a
un temperamento excitable por naturaleza. Supuse que desconfiaba de todos los
hombres, y razones no le faltaban, ya que de los catorce gobernantes anteriores
de Abu Dhabi sólo dos habían muerto en el poder. Ocho habían sido asesinados y
a cuatro los habían apartado del poder rebeliones instigadas por sus familias.
Hiza era muy diferente a Shakhbut. Era grande y jovial, con una tupida barba
negra que le cubría la mitad del pecho, mientras que Khalid se hacía notar
sobre todo por un diente incisivo suelto que se hurgaba con la lengua.
Shakhbut
pidió café, que trajo un asistente vestido con una camisa de color azafrán.
Cuando lo hubimos tomado acompañado de unos dátiles, se interesó por nuestro
viaje. Más tarde mencioné que había estado en los alrededores de Liwa el año
anterior, al oír lo cual Hiza comentó:
--Algunos
awamir trajeron el rumor de que había estado allí un cristiano, pero no les
creímos. No podíamos creer que un europeo hubiera podido ir y venir sin ser
visto. Las noticias de los bedu, como bien sabes, no siempre son de fiar.
Pensamos que debían de referirse a Thomas, que atravesó las Arenas hace
dieciséis años.
Shakhbut
habló a continuación sobre la guerra en Palestina y terminó con una diatriba
contra los judíos. Bin Kabina estaba claramente perplejo y me susurró:
--¿Quiénes
son los judíos? ¿Son árabes?
Mas
tarde los jeques nos escoltaron a una enorme y destartalada casa cerca del
mercado. Subimos por una desvencijada escalera hasta una habitación desnuda,
alfombrada justo para nuestra llegada. Shakhbut ordenó a dos de sus asistentes
que nos atendieran, y añadió que nos dejaba ahora porque debíamos de estar
cansados, pero que volvería a vernos por la mañana. Cuando le preguntamos por
nuestros camellos dijo que los llevarían al desierto, donde había pasto, y los
volverían a traer cuando los necesitáramos; pero eso, añadió, no sucedería
hasta dentro de muchos días, porque veníamos de muy lejos ya ahora debíamos
descansar allí cómodamente. Me sonrió y dijo:
--Éste
es tu hogar mientras estés entre nosotros.
Cuando
oscureció, aparecieron unos criados que traían una gran bandeja repleta de
arroz y cordero, y muchos platos pequeños llenos de dátiles y varias clases de
dulces. Cuando terminamos de comer se sentaron entre nosotros con despreocupada
informalidad y conversamos. En Arabia los criados de la casa cuentan como parte
de la familia. No hay distinción social entre ellos y sus señores.
Comerciantes
del mercado y bedu que estaban de visita en la ciudad vinieron a oír nuestras
noticias. Un quinqué humeaba a través de un cristal roto, pero daba un poco de
luz. Era una atmósfera acogedora y muy amistosa, resultaba francamente
agradable sentir que por un tiempo no nos impedía la necesidad de viajar, que
podíamos comer y dormir a voluntad. Me pregunté por qué la gente llenaba
siempre sus habitaciones de muebles, pues esta desnuda simplicidad me parecía
infinitamente preferible.”
Wilfred Thesiger.
Arenas de Arabia.
Ediciones Península.
Arenas de Arabia.
Ediciones Península.