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viernes, 20 de julio de 2018

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EL CANTO DE UN MOSQUITO

       Como andaluza criada entre patios de cal y jardines, mi madre cultivaba las flores, sabía del injerto y la poda de los rosales, conocía las leyendas mil veces reinventadas de los narcisos, las pasionarias, las anémonas, las siemprevivas...; recordaba por centenares los nombres de las florecillas silvestres, que ella me enseñaba en la práctica cuando los domingos salíamos al campo: la flor del candil, los zapatitos de la Virgen, varitas de San José, rabos de zorra, la palabra del hombre...; le gustaba, durante las noches de agosto, adormecerse junto a los jazmineros y en compañía del canto de un mosquito, gusto éste para mí incomprensible, pero que he comprobado luego en otros andaluces. Era, por todo esto, una mujer rara y delicada, que tanto como a sus santos y sus vírgenes amaba las plantas y las fuentes, las canciones de Schubert, que tocaba al piano, las coplas y romances del sur, que a mí solo me trasmitía quizá por ser el único de la casa que le atrayeran sus cultos y aficiones.


Rafael Alberti. 
La arboleda perdida. 
Alianza Editorial.