EL RUISEÑOR DE VAN
“Uno de los más agradables incidentes
–siempre las malas cosas de la vida tienen su lado bueno—me ocurrió una tarde
cuando me arrastraba a la cabeza de una partida de zapadores, por nuestra
tierra de nadie. Esta zona de peligro era en Van el área devastada de la
población. Nos deslizábamos con mil precauciones, en medio de un montón de
ruinas, en la parte opuesta de algunos edificios de donde los comitadchis
armenios hacían fuego sobre los servidores de nuestras baterías en la roca del
castillo, cuando mi adicto servidor Mustafá, que me guardaba las espaldas me
asió por una pierna, mostrándome con el dedo, una ventana abierta. En ella
observé que alguien prendía un fósforo para encender una lámpara de kerosene.
Luego se sentaba al piano para hacernos gustar por media hora algunas de las
más tristes y bellas melodías que jamás oyera. Se trataba de una joven,
probablemente estudiante de la misión norteamericana. Cantaba algunas canciones
de ese país. Una entre ellas, deary, oh deary, me era bastante conocida. La había
escuchado en Nevada, en la época de la fiebre del oro. El contraste entre el
feliz y despreocupado Nevada Méndez, exvaquero, minero en Alaska, y Bey
Nogales, comandante del sangriento sitio de Van, me impresionó tanto, que en
aquel momento llegué a sentirme como en un sueño. Un sueño del cual me despertó
el grito contenido a duras penas al ver que uno de nuestros voluntarios turcos,
lentamente se llevaba el fusil a la cara y apuntaba a la muchacha. Por fortuna
actué a tiempo para evitar aquel asesinato a sangre fría. Nuestro pequeño
ruiseñor siguió trinando sin sospechar que había estado tan cerca de la muerte.
Mientras tanto, desde las ventanas próximas
los comitadchis, armenios de negras barbas, juraban y disparaban sobre nuestras
cabezas. No supieron jamás que el Sheitan Osmanli, como me apodaban, estuvo al
alcance de sus rifles, disfrutando con relativa calma los bellos cantos de su
pequeña hermana armenia de ojos melancólicos.”
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