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lunes, 15 de mayo de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE







EL RUISEÑOR DE VAN


“Uno de los más agradables incidentes –siempre las malas cosas de la vida tienen su lado bueno—me ocurrió una tarde cuando me arrastraba a la cabeza de una partida de zapadores, por nuestra tierra de nadie. Esta zona de peligro era en Van el área devastada de la población. Nos deslizábamos con mil precauciones, en medio de un montón de ruinas, en la parte opuesta de algunos edificios de donde los comitadchis armenios hacían fuego sobre los servidores de nuestras baterías en la roca del castillo, cuando mi adicto servidor Mustafá, que me guardaba las espaldas me asió por una pierna, mostrándome con el dedo, una ventana abierta. En ella observé que alguien prendía un fósforo para encender una lámpara de kerosene. Luego se sentaba al piano para hacernos gustar por media hora algunas de las más tristes y bellas melodías que jamás oyera. Se trataba de una joven, probablemente estudiante de la misión norteamericana. Cantaba algunas canciones de ese país. Una entre ellas, deary, oh deary, me era bastante conocida. La había escuchado en Nevada, en la época de la fiebre del oro. El contraste entre el feliz y despreocupado Nevada Méndez, exvaquero, minero en Alaska, y Bey Nogales, comandante del sangriento sitio de Van, me impresionó tanto, que en aquel momento llegué a sentirme como en un sueño. Un sueño del cual me despertó el grito contenido a duras penas al ver que uno de nuestros voluntarios turcos, lentamente se llevaba el fusil a la cara y apuntaba a la muchacha. Por fortuna actué a tiempo para evitar aquel asesinato a sangre fría. Nuestro pequeño ruiseñor siguió trinando sin sospechar que había estado tan cerca de la muerte.
Mientras tanto, desde las ventanas próximas los comitadchis, armenios de negras barbas, juraban y disparaban sobre nuestras cabezas. No supieron jamás que el Sheitan Osmanli, como me apodaban, estuvo al alcance de sus rifles, disfrutando con relativa calma los bellos cantos de su pequeña hermana armenia de ojos melancólicos.”

Rafael de Nogales Méndez. Memorias. Biblioteca Ayacucho.

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