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lunes, 2 de febrero de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




EN EL REINO DE NADEZHDA


“Nevaba fuerte la tarde en que fui a ver a Nadezhda Mandelstam. La nieve de mi abrigo se fundía y dejaba un reguero de agua sobre el suelo de su cocina. La cocina olía a queroseno y a pan rancio. Sobre la mesa había unos aros pegajosos de color púrpura, un jarrón lleno de begonias y unos vasos secos dejados allí desde la levedad de un verano ruso.
         Un tipo gordo con gafas salió del dormitorio. Se me quedó mirando mientra se anudaba una bufanda en torno a sus mofletes, y se fue.
         Ella me hizo entrar. Estaba tumbada sobre el lado izquierdo, encima de la cama, en medio de las sábanas arrugadas, apoyando la cabeza sobre el puño cerrado. Me saludó sin moverse,
         --¿Qué le parece mi médico? –se burló ella--. Estoy enferma.
         El médico, supongo, era el hombre del KGB que tenía asignado.
         La habitación atufaba de calor y estaba toda regada de libros y ropa. Su pelo de mala calidad parecía liquen, y la luz lateral de la lámpara lo traspasaba. Refuerzos de metal blanco brillaban entre los oscuros espetones de sus dientes. Un cigarrillo colgaba de su labio inferior. Su nariz era un arma. Uno se daba cuenta de inmediato de que era una de las mujeres más poderosas del mundo, y ella lo sabía.
         Un amigo de Inglaterra me había aconsejado que le llevara tres cosas: champán, novelas policíacas baratas y mermelada. Ella se quedó mirando al champán, y dijo: «¡Bollinger!», sin demasiado entusiasmo. Se puso a mirar las novelas y dijo:
         --Romans policiers! ¡La próxima vez que venga a Rusia tráigame verdadera BASURA!
         Pero cuando saqué los tres frascos de mermelada de naranjas sevillanas hechos por mi madre, se quitó el cigarrillo de la boca y sonrió.
         --Gracias, querido. La mermelada es mi infancia. Y dime, querido… --me indicó por señas que cogiera una silla, y en aquel momento una de las tetas se le salió del camisón--. Dime… --volvió a meterse el pecho dentro--, ¿hay algún gran poeta en tu país? Quiero decir verdaderamente grande… De la estatura de Joyce o de Eliot…
         Auden seguía vivo en Oxford. Así que, débilmente, sugerí que Auden.
         --¡Auden no es lo que yo llamaría un gran poeta!
         --Sí –dije--. La mayor parte de las voces están calladas.
         --¿Y en prosa?
         --No mucho.
         --¿Y en América? ¿Hay poetas?
         --Algunos.
         --Dime, ¿fue Hemingway un gran novelista?
         --No siempre –dije--. No ya al final. Aunque hoy goza de poca estima. Sus primeros cuentos son maravillosos.
         --El novelista americano maravilloso es Faulkner. Estoy ayudando a un joven amigo a traducir a Faulkner al ruso. Y tengo que decirle que estamos encontrando dificultades. En Rusia –gruñó—ya no quedan grandes escritores. También aquí las voces se han callado. Tenemos a Solyenitsin. Cuando cree que está diciéndote la verdad, cuenta las falsedades más terribles. Pero cuando piensa que está escribiendo una historia sacada de su imaginación, entonces, a veces, logra la verdad.
         --¿Qué piensa usted de ese relato…? –balbucí--. He olvidado su nombre. Ése donde la anciana es arrollada por un tren.
         --¿Quiere decir usted La casa de Matriona?
         --Sí, ése –dije--. ¿Cree usted que logra la verdad?
         --¡Eso nunca podría haber ocurrido en Rusia!
         Sobre la pared encima de la cama, había un lienzo blanco, colgado en oblicuo. La pintura era blanca, blanco sobre blanco, unas pocas botellas blancas sobre un fondo blanco puro. Conocía al autor de la obra: un judío ucraniano, como ella.
         --Veo que tiene usted un cuadro de Weissberg –dije.
         --Sí. Y me pregunto si querría usted ponérmelo derecho. Tire un libro y le di al cuadro por error. ¡Un libro desagradable de una escritora australiana!
         Le enderecé el cuadro.
         --Weissberg –dijo—es nuestro mejor pintor. Tal vez sea eso todo lo que puede hacerse hoy en Rusia: ¡pintar en blanco!”


Bruce Chatwin. ¿Qué hago yo aquí? Muchnik Editores.