EN EL REINO DE NADEZHDA
“Nevaba fuerte la tarde en que fui a ver a Nadezhda
Mandelstam. La nieve de mi abrigo se fundía y dejaba un reguero de agua sobre
el suelo de su cocina. La cocina olía a queroseno y a pan rancio. Sobre la mesa
había unos aros pegajosos de color púrpura, un jarrón lleno de begonias y unos
vasos secos dejados allí desde la levedad de un verano ruso.
Un tipo gordo con gafas salió del
dormitorio. Se me quedó mirando mientra se anudaba una bufanda en torno a sus
mofletes, y se fue.
Ella me hizo entrar. Estaba tumbada
sobre el lado izquierdo, encima de la cama, en medio de las sábanas arrugadas,
apoyando la cabeza sobre el puño cerrado. Me saludó sin moverse,
--¿Qué le parece mi médico? –se burló
ella--. Estoy enferma.
El médico, supongo, era el hombre del
KGB que tenía asignado.
La habitación atufaba de calor y estaba
toda regada de libros y ropa. Su pelo de mala calidad parecía liquen, y la luz
lateral de la lámpara lo traspasaba. Refuerzos de metal blanco brillaban entre
los oscuros espetones de sus dientes. Un cigarrillo colgaba de su labio
inferior. Su nariz era un arma. Uno se daba cuenta de inmediato de que era una
de las mujeres más poderosas del mundo, y ella lo sabía.
Un amigo de Inglaterra me había
aconsejado que le llevara tres cosas: champán, novelas policíacas baratas y
mermelada. Ella se quedó mirando al champán, y dijo: «¡Bollinger!», sin
demasiado entusiasmo. Se puso a mirar las novelas y dijo:
--Romans
policiers! ¡La próxima vez que venga a Rusia tráigame
verdadera BASURA!
Pero
cuando saqué los tres frascos de mermelada de naranjas sevillanas hechos por mi
madre, se quitó el cigarrillo de la boca y sonrió.
--Gracias, querido. La mermelada es mi
infancia. Y dime, querido… --me indicó por señas que cogiera una silla, y en
aquel momento una de las tetas se le salió del camisón--. Dime… --volvió a
meterse el pecho dentro--, ¿hay algún gran poeta en tu país? Quiero decir
verdaderamente grande… De la estatura de Joyce o de Eliot…
Auden seguía vivo en Oxford. Así que,
débilmente, sugerí que Auden.
--¡Auden no es lo que yo llamaría un gran poeta!
--Sí –dije--. La mayor parte de las
voces están calladas.
--¿Y en prosa?
--No mucho.
--¿Y en América? ¿Hay poetas?
--Algunos.
--Dime, ¿fue Hemingway un gran
novelista?
--No siempre –dije--. No ya al final.
Aunque hoy goza de poca estima. Sus primeros cuentos son maravillosos.
--El novelista americano maravilloso es
Faulkner. Estoy ayudando a un joven amigo a traducir a Faulkner al ruso. Y
tengo que decirle que estamos encontrando dificultades. En Rusia –gruñó—ya no
quedan grandes escritores. También aquí las voces se han callado. Tenemos a
Solyenitsin. Cuando cree que está diciéndote la verdad, cuenta las falsedades
más terribles. Pero cuando piensa que está escribiendo una historia sacada de
su imaginación, entonces, a veces, logra la verdad.
--¿Qué piensa usted de ese relato…?
–balbucí--. He olvidado su nombre. Ése donde la anciana es arrollada por un
tren.
--¿Quiere decir usted La casa de Matriona?
--Sí, ése –dije--. ¿Cree usted que
logra la verdad?
--¡Eso nunca podría haber ocurrido en
Rusia!
Sobre la pared encima de la cama, había
un lienzo blanco, colgado en oblicuo. La pintura era blanca, blanco sobre
blanco, unas pocas botellas blancas sobre un fondo blanco puro. Conocía al
autor de la obra: un judío ucraniano, como ella.
--Veo que tiene usted un cuadro de
Weissberg –dije.
--Sí. Y me pregunto si querría usted
ponérmelo derecho. Tire un libro y le di al cuadro por error. ¡Un libro
desagradable de una escritora australiana!
Le enderecé el cuadro.
--Weissberg –dijo—es nuestro mejor
pintor. Tal vez sea eso todo lo que puede hacerse hoy en Rusia: ¡pintar en
blanco!”
Bruce Chatwin. ¿Qué hago yo aquí? Muchnik Editores.