OTRO MUNDO
“Cuando vi Nueva York por primera vez me imaginé caído en otro
mundo, en un planeta de gentes que habían logrado vencer las leyes de la
gravitación y jugueteaban con ellas. Contemplando los grupos de «rascacielos»,
edificios tan altos que muchas veces hunden su cumbre en los vapores de la
atmósfera, los creí por un momento obras de gigantes, algo extraordinario y
quimérico, más allá de las limitadas fuerzas de nuestra especie. Luego, al
considerar que eran creación de pobres hombres como nosotros, con iguales
debilidades e ilusiones, sentí orgullo de pertenecer al género humano, que, no
obstante su debilidad física, puede realizar, gracias a su inteligencia, tales
maravillas.
Para mí, Nueva York es una de las ciudades más hermosas de la
tierra; hermosa a su modo, con una belleza colosal, soberbia, audazmente
despreciadora de muchos cánones estéticos venerados en el viejo mundo con la
inmutabilidad de los dogmas religiosos.
No digo que este arte, especialmente americano, deba servir de
modelo al resto de la tierra, ni deseo que todas las ciudades sean como Nueva
York. La vida es la variedad. Igualmente resulta desesperante encontrar en
todas las latitudes falsas catedrales góticas o imitaciones del Partenón. Pero
me enorgullece como hombre la existencia de un Nueva York con sus audaces
edificios, atropelladores de los obstáculos que esclavizaron durante siglos
al constructor; con sus torres
gigantescas que después de hincar las raíces en profundidades no alcanzadas por
los árboles archicentenarios se lanzan en busca del cielo.
Hay en el viejo mundo construcciones tan altas como las de Nueva
York, pero aisladas y excepcionales. Lo que en Europa representa una altura
extraordinaria, que atrae la peregrinación de los admiradores, es aquí el nivel
corriente de los edificios principales de un barrio. La Torre Eiffel todavía
resulta actualmente más alta que los «rascacielos» norteamericanos. Pero esta
torre es un andamiaje metálico, algo que parece provisional, sin la majestad
imponente y sólida de los edificios neoyorquinos.
La gran metrópoli del mundo moderno ha creado un arte, leal reflejo
de su concepción de la vida. Es algo grandioso, atrevido, rectilíneo, que hace
pensar en el empuje sobrehumano de los inventores, los cuales solamente
realizan sus descubrimientos atropellando los respetos, disciplinas y
convenciones que encadenan a sus contemporáneos.
Los artistas que abominan del ferrocarril por su fealdad, pero
llorarían de pena si los obligasen a viajar a pie, como en otros tiempos; los
que ensalzan las sobriedades poéticas de la vida primitiva en habitaciones con
prosaica luz eléctrica, calefacción central y vulgares aparatos higiénicos,
cuando quieren sintetizar lo horrible de la vida moderna, nombran a Nueva York,
que los más de ellos sólo conocen por referencias. Y el rebaño panurguesco de
los esnobs, para simular delicadezas estéticas, maldice igualmente un arte
vigoroso y franco, reflejo característico del pueblo que más estupendos
milagros lleva realizados en la época presente por su deseo de mejorar nuestra
existencia material.
Esta ciudad que parece construida para otra raza más grande que la
humana hace pensar en Babilonia, en Tebas, en todas las aglomeraciones enormes
de la historia antigua, tales como nos imaginamos que debieron ser y como
indudablemente no fueron nunca.
Hay calles en Nueva York que apreciarían en Europa como de
aceptable anchura y parecen aquí modestos callejones, profundas grietas, a cuyo
fondo no podrá llegar nunca el sol. Tan enorme es la altura de sus
edificaciones laterales, que obliga a elevar los ojos, echando atrás la cabeza
con una violencia precursora del vértigo.
La imaginación se resiste en el primer instante a concebir tales
construcciones como obra de los humanos. Más bien las cree algo anterior a la
presencia de nuestra especie sobre el planeta. Recuerda también a ciertas
montañas que horadaron y ahuecaron los trogloditas en los siglos más oscuros de
la Historia, convirtiéndolas en templos subterráneos o en ciudades-cuevas.
Cuando llega la noche no hay aglomeración humana, no la ha habido
nunca, que ofrezca el aspecto mágico de esta urbe, en cuyo seno fue sujetado y domado
el cuerpo impalpable de la electricidad, encadenándolo para siempre a las
necesidades del hombre.
Los grandes edificios, con sus millares de ventanas iluminadas, son
inmensos tableros de ajedrez, rojos y negros, que se estiran hacia las nubes.
Las quimeras soñadas por los cuentistas orientales se realizan en esta
metrópoli que muchos creen inaccesible a toda sensación de belleza. Sobre los
tejados, el anuncio industrial crea un mundo fantástico que parece lanzar un
reto a las exigencias de la realidad y a la tranquila sucesión de las horas.
Las hadas nocturnas de Nueva York, volando en alturas sólo frecuentadas en
otras partes por las águilas, van colgando del negro terciopelo del espacio
figuras y adornos de fuego, pavos reales de plumaje multicolor, tropas de
duendes que gesticulan mirando a las estrellas o les guiñan un ojo
maliciosamente, mujeres de luz que, sentadas en un columpio, se balancean con
la cabellera suelta por encima de los astros; toda una fauna y una flora de Las
mil y una noches, nacida regularmente con los primeros latidos de la luz
sideral y que se borra con la aurora, haciendo levantar sus cabezas a la
muchedumbre circulante por las profundas grietas de las avenidas, orladas de
puntos de luz.
Hasta hace poco, Londres era la ciudad más grande del mundo. Ahora
la ha sobrepasado Nueva York. El eje de la historia humana, que durante siglos
fue trasladándose de una a otra nación, siempre dentro de Europa, ha cruzado el
mar, y está actualmente en la ribera occidental atlántica.”
Vicente Blasco Ibáñez. La vuelta al
mundo de un novelista. Sempere y Compañía Editores.