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viernes, 26 de octubre de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





STALKY EN CHINA


“En agosto de 1900 mi esposa había soportado tres temporadas de calor tórrido en Peshawar, Delhi y Jhansi y se había mudado de casa cinco veces, había sufrido fiebre tifoidea y contribuido con su primer artículo al importante periódico The Jhansi Herald.
Tras empezar con tal mal pie en la India, a esas alturas debería odiarla; pero no hay quien entienda a las mujeres, y la vida de calor y polvo, de incomodidades y agitaciones, la llenó de amor al país. Fue mala suerte, porque el destino nos deparaba una sexta mudanza, en esa ocasión fuera de la India.
A principios de mes mi regimiento fue enviado a China para participar en la expedición contra los bóxers. Mi esposa viajó a Inglaterra, mientras yo me incorporé al regimiento en un barco que esperaba en Calcuta.
Tuvimos una travesía malísima y nos sorprendió un tifón cerca de Hong-Kong, horrible para todos, especialmente para los soldados, muy pocos de los cuales habían visto el mar antes.
Desembarcamos en Weihaiwei, donde estuvimos una semana. Todo nos pareció bastante tranquilo, aunque nos ordenaron realizar marchas por el campo para impresionar a los nativos.
Lo primero que observamos fue que estábamos en una tierra de cerdos. Nunca vi tantos cerdos en mi vida, ni antes ni después.
En la India apenas veíamos cerdos, excepto jabalíes, si bien de vez en cuando degustábamos jamón en el comedor de oficiales, importado de Inglaterra.
En los países mahometanos hay que tener mucho cuidado con los cerdos, porque los seguidores del Profeta no sólo consideran impuro el cerdo, sino que el mero hecho de verlo o de pensar en él les afecta. ¡Qué raros somos los humanos! Recuerdo una ocasión en un atestado vagón de segunda; un hermano oficial intento evitar que entrase un caballero mahometano enseñándole un cerdito de plata que colgaba de la cadena de su reloj. Y lo consiguió.
¡Y cómo sufrían nuestros pobres mahometanos en China! El país estaba lleno de cerdos. Sus gruñidos se oían en los patios de todas las casas, trotaban por los caminos, los chinos llevaban lechones vivos o muertos en cestos, y no les importaba lo más mínimo que sus animales tropezasen con los transeúntes.
En nuestra primera marcha la compañía de cabeza se situó de repente en el lado izquierdo de la carretera sin órdenes previas para evitar a dos de esos monstruos que trotaba pacíficamente por el lado derecho. Pero al retirarse estuvieron a punto de chocar con un chino que llevaba medio cerdo a cuestas. Se desplazaron entonces al medio de la carretera, donde se encontraron con un sonriente chino que portaba cuatro lechones en cestas colgadas de un yugo.
La fuerte impresión produjo una reacción natural, y en muy poco tiempo los hombres dejaron de preocuparse por los cerdos y empezaron a verlos como unos animales más. También nuestros hindúes, educados en el sistema de castas, sufrieron al verse en un país de trescientos cincuenta millones de habitantes donde no había ninguna casta.
Uno de los principales inconvenientes de las castas se relaciona con la comida. En la India hay miles de castas distintas, y ninguna puede comer alimentos de otra casta o que hayan sido tocados por otra casta.
Cuando nos dispusimos a comer en mitad de la primera marcha, un sonriente chino se agachó a nuestro lado y aceptó muy contento los huesos de pollo que tirábamos después de roerlos a conciencia. En aquel país de gente espabiladísima no se desperdiciaba nada.
Un oficial indio me dijo indignado: «No me extraña que aquí no haya cuervos ni buitres. Los chinos no les dejan nada que comer».”



Lionel C. Dunsterville. Las aventuras de Stalky. Ediciones del Viento.