STALKY EN CHINA
“En agosto de 1900
mi esposa había soportado tres temporadas de calor
tórrido en Peshawar, Delhi y Jhansi y se había mudado de casa cinco veces,
había sufrido fiebre tifoidea y contribuido con su primer artículo al
importante periódico The Jhansi Herald.
Tras empezar con tal mal pie en la India , a esas alturas debería odiarla; pero no
hay quien entienda a las mujeres, y la vida de calor y polvo, de incomodidades
y agitaciones, la llenó de amor al país. Fue mala suerte, porque el destino nos
deparaba una sexta mudanza, en esa ocasión fuera de la India.
A principios de mes mi regimiento fue enviado a China para
participar en la expedición contra los bóxers. Mi esposa viajó a Inglaterra,
mientras yo me incorporé al regimiento en un barco que esperaba en Calcuta.
Tuvimos una travesía malísima y nos sorprendió un tifón cerca de
Hong-Kong, horrible para todos, especialmente para los soldados, muy pocos de
los cuales habían visto el mar antes.
Desembarcamos en Weihaiwei, donde estuvimos una semana. Todo nos
pareció bastante tranquilo, aunque nos ordenaron realizar marchas por el campo
para impresionar a los nativos.
Lo primero que observamos fue que estábamos en una tierra de
cerdos. Nunca vi tantos cerdos en mi vida, ni antes ni después.
En la India
apenas veíamos cerdos, excepto jabalíes, si bien de vez en cuando degustábamos
jamón en el comedor de oficiales, importado de Inglaterra.
En los países mahometanos hay que tener mucho cuidado con los
cerdos, porque los seguidores del Profeta no sólo consideran impuro el cerdo, sino
que el mero hecho de verlo o de pensar en él les afecta. ¡Qué raros somos los
humanos! Recuerdo una ocasión en un atestado vagón de segunda; un hermano
oficial intento evitar que entrase un caballero mahometano enseñándole un
cerdito de plata que colgaba de la cadena de su reloj. Y lo consiguió.
¡Y cómo sufrían nuestros pobres mahometanos en China! El país
estaba lleno de cerdos. Sus gruñidos se oían en los patios de todas las casas,
trotaban por los caminos, los chinos llevaban lechones vivos o muertos en
cestos, y no les importaba lo más mínimo que sus animales tropezasen con los
transeúntes.
En nuestra primera marcha la compañía de cabeza se situó de repente
en el lado izquierdo de la carretera sin órdenes previas para evitar a dos de
esos monstruos que trotaba pacíficamente por el lado derecho. Pero al retirarse
estuvieron a punto de chocar con un chino que llevaba medio cerdo a cuestas. Se
desplazaron entonces al medio de la carretera, donde se encontraron con un
sonriente chino que portaba cuatro lechones en cestas colgadas de un yugo.
La fuerte impresión produjo una reacción natural, y en muy poco
tiempo los hombres dejaron de preocuparse por los cerdos y empezaron a verlos
como unos animales más. También nuestros hindúes, educados en el sistema de
castas, sufrieron al verse en un país de trescientos cincuenta millones de
habitantes donde no había ninguna casta.
Uno de los principales inconvenientes de las castas se relaciona
con la comida. En la India
hay miles de castas distintas, y ninguna puede comer alimentos de otra casta o
que hayan sido tocados por otra casta.
Cuando nos dispusimos a comer en mitad de la primera marcha, un
sonriente chino se agachó a nuestro lado y aceptó muy contento los huesos de
pollo que tirábamos después de roerlos a conciencia. En aquel país de gente
espabiladísima no se desperdiciaba nada.
Un oficial indio me dijo indignado: «No me extraña que aquí no haya
cuervos ni buitres. Los chinos no les dejan nada que comer».”
Lionel C.
Dunsterville. Las aventuras de Stalky. Ediciones del Viento.