Casi todos mis artículos provocan alguna indignación. Pero
no la que yo espero, sino otra absolutamente imprevisible. Esto termina por
alterar demasiado los nervios. En España existe una porción de personas a las
que no conozco, en las que nunca he pensado, en cuyas vidas jamás creo poder
cruzarme. Pues bien, de repente, hoy una, otra mañana, se sienten galvanizadas,
impelidas por una fuerza superior que provoco, yo no sé cómo, y me escriben
cartas comentando artículos que no son míos o afirmaciones que nunca formulé.
Estas cartas me aburren, porque todas son iguales. Se reducen a algunos
insultos de la mayor vulgaridad y a hacer conjeturas acerca de la cantidad de
billetes que me pagan en ABC por cada crónica. Es extraordinaria la unanimidad
con que esa diseminada muchedumbre cree que cada noche el propio Juan Ignacio
Luca de Tena me llama a su despacho y, jugando al desgaire con un billete de
cinco duros, me dice:
–Bueno, Wenceslao, ¿quiere usted decir hoy tal o cual cosa?
–¡No! –rujo, echando chispas por los ojos.
–Sea usted amable –insiste el director, sustituyendo el
billete de 25 por otro de 50.
–Jamás –bramo.
–Medítelo usted,
amigo mío –aconseja, mostrando otro papelito de 20 duros.
–Pero mire usted que…
–¿Por qué no se convence? (Dos billetes más).
Hasta que llega a un punto en que me precipito sobre los
vales con alegres gritos de “¡Tiene usted más razón que un santo!”, y corro a
pergeñar la crónica.
Wenceslao
Fernández Flórez.