EN EL MEKONG
“En Chez Louise, el restaurante de los franceses que viven en este
pueblo ribereño del Mekong, hay carteles de Niza y Cannes. La dueña, una dama
vietnamita, descorcha varias botellas de vino «francés». Francés según la
etiqueta, porque al primer trago se descubre que es el caldo que los chinos
mixtifican en sus destilerías de Vientian, la capital. Peor tiene, al menos, el
color del vino. Y hay pan, por fin pan francés. Los profesores de Takek charlan
en la sobremesa con sus compatriotas llegados para pasar el fin de semana.
--Ha sido un viaje magnífico –dice uno de ellos --, sin minas en la
carretera está en buen estado, hemos alcanzado has los 70 kilómetros por
hora.
Camiones militares circulan a todas horas por este pueblo. Laos es
el país con más armas per cápita del mundo, las abandonadas en sucesivas
retiradas por los japoneses, americanos, chinos de Chiang Kai Chek, franceses y
vietnamitas. Estamos a menos de un centenar de kilómetros de Vietnam del Norte
y muy cerca de la «pista Ho Chi Ming». Los soldados, cuando disponen de
munición, aprovechan para tirar al aire en días de tormenta y los eclipses de
luna. Todo se da por bien empleado con tal de ahuyentar a los «fi”, los
espíritus malignos. Cerca de mi hotel, los dueños de los comercios pinchan
globos con sus afiladas perchas de bambú. Creen que el ruido y los disparos
asustan a los malos espíritus y al mismo tiempo, sirven para traer la lluvia
después de la estación seca. Esta primera noche laosiana está amenizada por
ladridos de perros, desde el momento en que el batintín llama a los bonzos a la
oración. Hace dos horas que ha cruzado el cielo el último T-8 norteamericano.
Pronto sólo se escucharán los ladridos y el concierto de los «geekos», los
lagartos domésticos, de ojos enrojecidos, que emiten un ruido más penetrante que
el croar de las ranas. Los «geekos» de mi habitación mantienen la nota durante
un buen rato, «gee-ko, gee-ko», hasta que dan el do de pecho. El dueño de la
posada me ha advertido que, cuando el lagarto llama siete veces seguidas, me
ande con cuidado, es de mal agüero.
A la mañana siguiente, un triciclo me lleva hasta el cuartel
general de esta región táctica. En las inmediaciones hay un activo movimiento
de tropas. Se diría que estamos en carnaval. Cada soldado viste como le viene
en gana. Los ha con casco y sin él, con ajadas boinas de paracaidista, con
vaqueros negros, guerrera verde de camuflaje, kepis, botas de media caña o
sandalias de goma de neumático. Y entre esta resulta formación de soldados,
observo un fenómeno que luego será habitual: la presencia de las mujeres con
sus hijos colgados a la espalda, los animales domésticos, patos, gallinas y el
perro, que acompaña a la guerra a sus maridos o a sus hijos. Es difícil que
haya en el mundo soldados peor pagados. Reciben de 2.000 10.000 kips al mes,
entre 250 y 1.400 pesetas, desde el soldado raso al oficial. Quizá esto
explique, al menos en parte, la nula capacidad combativa de estas tropas. El
primer ministro Suvana Fuma me dirá en Vientian que «somos un pueblo nacido
para tocar la “kene” y hacer el amor». La «kené» es un instrumento de viento
fabricado con tubos de bambú. El coronel Batana Ran Lang me ofreció un jeep y
escolta para viajar hasta la primera línea de fuego de esta interminable guerra
del Laos. Desde el día de la independencia de los franceses, fueron tres príncipes
Sufanuvong, el llamado «príncipe rojo”, jefe de la guerrilla comunista, y Bun
Um, heredero de la dinastía de reyes el sur de Laos, derechista y aliado de los
norteamericanos. Por encima de todos ellos, reinaba en la capital del reino,
Luan Prabang, el rey Sivanga Batana. En 1975, después de más de treinta años de
guerra, el príncipe rojo fue el ganador. Abolió la monarquía y fundo la República Democrática.”
Manuel Leguineche.
El viaje más corto. Editorial Argos