UN TEATRO EN SHANGHAI
“Mientras me abría camino entre la muchedumbre, en China, llegué a
lo que fue una llanura fangosa en la desembocadura del Whangpoo. Traficantes de
opio y de té habían construido una pequeña ciudad y ese asentamiento, conocido
como Shanghai, había ido creciendo. En realidad, era China, pero una China en la
que se veían pancartas que anunciaban: «Prohibida la entrada a los perros y a
los chinos». Aparentemente, la ciudad era la imagen del orden: dividida en
sectores, en cada uno de ellos los súbditos tenían sus propios tribunales y,
hasta 1923, sus estafetas de Correos, donde las cartas llevaban sellos emitidos
en Estados Unidos, Hong Kong, Francia, Japón, Rusia, Alemania e incluso India.
Sin embargo, bajo esa apariencia, las cosas eran muy distintas y
eso era lo que me interesaba. Ahora mi guía –un funcionario consular—tenía
todas las condiciones de su puesto. Era una verdadera autoridad en lo que tenía
que ver con la ciudad. Se enteraba de todo lo que pasaba en Shanghai y
enseguida me di cuenta de sus vastos conocimientos de los bajos fondos.
Fuera de esta excursión, pase malos momentos en un teatro muy
agitado que estaba en la intersección de la carretera del Tíbet y de la avenida
de Eduardo II, llamado «El gran mundo». Ese mundo tan extenso no era para los
«diablos extranjeros», sino para los chinos. Merece ser descrito porque cuando
los japoneses invadieron Shanghai, fue destruido por (curiosamente) bombas
lanzadas desde aviones chinos y en un momento en que estaba lleno de gente, lo
que provocó más de mil muertos y heridos.
El recinto tenía seis pisos que se llenaban de vida y de bullicio;
de todas las diversiones que se puedan imaginar, inventadas por el pueblo
chino. Al entrar en ese tumulto, no había posibilidad de retroceder, aunque se
quisiera. En la primera planta, había mesas de juego, chicas que cantaban,
magos, carteristas, tragaperras, fuegos de artificio, jaulas con pájaros,
abanicos de todo tipo, palos con incienso y jengibre. Más arriba, restaurantes,
una docena de troupes de actores, insectos en jaulas, celestinas, matronas,
peluqueros y curanderos especialistas en sacar tapones de cera. En la tercera
planta, prestidigitadores, puestos de plantas medicinales, heladerías,
fotógrafos, grupos de muchachas con vestidos abiertos que dejaban al
descubierto los muslos y, como último acontecimiento, varias filas de váteres
(los funcionarios que se encargaban de aquellas instalaciones sanitarias
aconsejaban a los clientes no agacharse y tomar una postura acorde con los
aparatos de plomo importados). En la cuarta planta había salones de tiro al
blanco y otros juegos, norias giratorias, tumbonas de masaje, gabinetes de
acupuntura, distribuidores de toallas calientes, pescado mareado y pistas de
baile atendidas por toda una tribu de productores de música, en competencia
unos con otros para aclarar quién podría aturdir mejor a los demás con el
ruido. En la quinta planta había ocasión de pretender a chicas para todos los
gustos, con vestidos abiertos hasta las axilas. Pero también se podía
contemplar una ballena llena de paja o escuchar a los narradores de hazañas
pasadas. Había muchos globos, máscaras y espectáculos en miniatura que se
podían observar con anteojos. Por último, llamaba la atención un laberinto
lleno de espejos, estaños objetos de goma y un templo lleno de dioses feroces y
palos aromáticos.
En la última planta de esta casa de infinitos deleites, una
amalgama de artistas caminaba de un sitio a otro sobre cuerdas tensadas. Había
también columpios, juegos de ajedrez, de mahjong, tracas, lotería y agencias
matrimoniales. Cuando me abría paso para bajar, me enseñaron un espacio vacío
donde decían que cientos de chinos habían acelerado su bajada tirándose a la
calle desde el tejado, tras dejar en el juego sus últimas monedas. Ingenuamente
pregunté la razón por la que no había una barandilla en ese lugar para evitar
consecuencias tan trágicas, me respondieron con otra pregunta: ¿Cómo puede
usted evitar que un hombre se mate?». Pues sí: «¿Cómo se puede evitar que los
hombres se maten y maten a los demás?”
Josef von
Sternberg. Memorias. Ediciones JC
CLEMENTINE.