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miércoles, 19 de octubre de 2011

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





CALCUTA


“Al alba, síntomas de reuma despiertan al pobre europeo arrebujado entre sus chales. Le queda una hora. Antes de las seis de la mañana ya está en el patio, medio desnudo, y se lava vertiéndose agua de una pila de piedra estrecha como un sepulcro. En todo el barrio tiene lugar el baño, cada bomba en las calles es una fuente para las familias pobres. El té, y todavía la agitación de las muchachas, y las plegarias de los fieles y, porque es la Puja, juegos, danzas y risas por todas partes, junto a las ofrendas.
         El templo de Kali, célebre en toda la India, es el más solicitado de los altares dedicados a Durga. Tengo un amigo entre los brahmanes que lo dirigen y viven de sus rentas. Me guía entre los miles de peregrinos, algunos venidos del Orissa –las mujeres son angulosas, oscuras de piel, los ojos vivos--, otros de la frontera con Nepal, otros del Assam. Me zarandean por entre las filas apretadas de fieles y pobres que esperan desde hace días y días poder disfrutar las ofrendas en una hoja de palmera. El altar de Siva y su pozo sagrado (en donde una mirada penetrante puede descubrir el lingam del dios) son tomados al asalto por las mujeres, que vierten allí el agua del Ganges y murmuran mantras, adorando con una increíble devoción al dios que preside su fecundidad. Se me autoriza a observar por encima del altar y veo a mujeres de la aristocracia de Calcuta, cubiertas de sedas, junto a campesinas de Aoudh, viejas piadosas, muchachas descalzas con los cabellos sueltos. Reconozco rostros y me acuerdo de nombres encontrados en tiempos de los festivales artísticos. Desde lo alto de la escalera, con el joven brahmán a mi lado, miro las filas de mujeres cuyas plegarias a Siva han sido atendidas y comprendo el significado del cactus vecino, con los pinchos cargados de anillos de hierro, sus ofrendas.
         En el bullicio de las calles que conducen al templo, un mismo grito, una misma llamada: “Duurga…! ¡Duurga…!”. Las gentes esperan bajo el sol, con sus presentes de flores y ungüentos, y llegan de continuo, y las ofrendas se acumulan aplastadas a los pies de la diosa que los fieles no alcanzan a ver en la oscuridad del templo asediado. Imposible abrirme paso ni tan siquiera hasta el muro. Rodeo la turba y llego ante el pórtico bajo el que sacrifican cabras. Dos mil al día, porque es la Puja. También allí hay gran cantidad de curiosos y fieles. Soy el único blanco, pero me acompaña un brahmán del templo. Cabras y más cabras, el sacrificador se afana con prodigiosa destreza y la sangre salpica todo el entorno. Las cabezas y miembros son recogidos por hábiles servidores. Todavía calientes, las cabras degolladas pasan de unos a otros, y las desuellan, descuartizan, extraen las vísceras y las deshuesan. No veo lo que sigue pero el fuego que asciende me permite entender. No se puede permanecer mucho rato: los animales, hipnotizados por el miedo y el olor de la sangre, se abandonan mansamente entre las manos ejercitadas del inmolador. Los vapores de sangre te excitan, despiertan los instintos inhibidos. El sol arde, la gente te zarandea gritando: “¡Duurga…! ¡Duurga…!”.
         Me dirijo hacia el río, pues para todo hindú el rito termina con las abluciones en el Ganges sagrado –de una suciedad repulsiva, de aguas grasientas y fétidas--. En la calle, cada tenderete también es un altar: Ganesa, Lakshmi, Krishna, Siva. Se venden ídolos e imágenes rojas: Durga. A cada paso, pedigüeños lisiados, leprosos incurables, brahmanes estafadores, yoghis y faquires de feria con la cabellera gris de ceniza de los saddhus. En las márgenes del camino, charlatanes con la cabeza enterrada, mientras sus compadres recogen las monedas de cobre de las mujeres del Aoudh. O bien falsos faquires que parlotean sobre planchas de clavos, o incluso vacas de cinco patas y toda suerte de otras exhibiciones grotescas, odiosas, repugnantes, que los peregrinos admiran y que las mujeres premian con sus limosnas.
         Al comienzo, el espectáculo divierte, sobre todo si se entiende que pertenece a un hinduismo degenerado, el hinduismo que ha ofrecido sacrificios humanos a la misma Durga y la prostitución orgiástica que poca gente conoce y que nadie puede desvelar. Enseguida, abandonado al cansancio, uno siente disgusto, un tipo de cólera desesperada contra esa mezcla de piedad y barbarie. La única consolación: la serenidad de las mujeres de la élite, que cumplen con su deber indiferentes al jaleo, las pasiones, la sangre, los gritos. Me refugio en la avenida que conduce, a lo largo del río, hacia el ghat en donde queman los cadáveres. Una madre espera el haz de leña para su hijo muerto, envuelto en un paño. Una hoguera acaba de devorar el cuerpo de un rico comerciante de Shambazar. Un miembro de la familia rebusca entre los tizones y encuentra huesos medio blancos.  Se trae otra leña pequeña y otra hojarasca. Debe desaparecer todo, hasta la última señal. Cuando se enfría la brasa, un cuervo viene a posarse sobre la ceniza que todavía huele a carne quemada. Picotea desesperado la madera; pero nada, no encuentra nada, ya que el cuerpo está desde ahora en el cielo de Durga.
         Delante del ghat, un jardín, arbustos perfumados, cipreses. Me esperan tantos amigos. Y todos me decían que… Pero ¿para qué repetirlo aquí? En la India lo sublime se mezcla con las atrocidades, el disgusto, las supersticiones. Por eso fascina y no perdona.”


Mircea Eliade. 
El vuelo mágico. 
Ediciones Siruela.