DI KATAKOMBE EN BERLÍN
“No obstante, aquel día nuestra indolencia fue recompensada con
creces, pues el azar nos condujo precisamente a la Catacumba, y ése fue el
segundo acontecimiento destacable de la noche. Llegamos al único lugar público
de Alemania en el que se oponía una especie de resistencia, una resistencia
valiente, ingeniosa y elegante. Por la mañana había presenciado cómo la
institución del tribunal cameral prusiano, con muchos siglos de tradición a sus
espaldas, sucumbía sin gloria ante los nazis. Por la noche fui testigo de cómo
un puñado de humildes cabareteros berlineses sin la más mínima tradición
salvaban su honor con gracia y gloria. El tribunal cameral había caído. La Catacumba seguía en pie.
El hombre que condujo a su pequeña tropa de artistas a la victoria
—pues la más mínima muestra de firmeza y coherencia ante la amenaza asesina de
un poder superior es una especie de victoria— fue Werner Finck, de modo que
este humilde cabaretero y maestro de ceremonias merece sin lugar a dudas ocupar
un sitio en la historia del Tercer Reich (uno de los pocos puestos de honor que
pueden concederse). Finck no tenía aspecto de héroe y si al final estuvo a
punto de convertirse en uno, fue a su pesar. No fue un actor revolucionario, ni
un burlón mordaz, ni un David con honda. En lo más profundo de su ser había
inocencia y afecto. Su ingenio era benévolo, grácil y flotante; sus recursos principales,
el doble sentido y el juego de palabras, con el que poco a poco alcanzó la
categoría de virtuoso. Había inventado una cosa denominada «la gracia oculta»,
que lógicamente hacía tanto mejor cuanto que más ocultas permanecieran sus
gracias. Sin embargo, no escondía sus convicciones. Él continuó dando refugio a
la inocencia y al afecto en un país donde precisamente esas cualidades estaban
en peligro de extinción. En ellas residía «la gracia oculta» como forma de
valentía inquebrantable y verdadera. Finck osaba hablar de la realidad nazi en
plena Alemania. En sus actuaciones mencionaba los campos de concentración, los
registros domiciliarios, la mentira y el miedo generalizados; el tono de su
burla era indeciblemente callado, melancólico, afligido al tiempo que ofrecía
un consuelo extraordinario.
Aquel 31 de marzo de 1933 bien pudo ser su gran noche. La sala
estaba llena de gente con la mirada clavada en el día siguiente, como si se
encontrasen ante un profundo abismo. Finck los hizo reír como jamás he oído
reír a un público. Era una risa apasionada, una risa que renacía contumaz,
dejando tras de sí un estado de aturdimiento y desesperación y que aumentaba a
consecuencia del peligro: ¿no era casi milagroso que las SA no se hubiesen
presentado aún para detener a todos los asistentes? De haber sido así, lo más
probable es que aquella noche hubiésemos seguido riéndonos en el coche
patrulla. Nos sentíamos por encima del miedo y del peligro de una forma
inverosímil. Aquella mañana, en el tribunal cameral, me había notado débil y
confuso en el momento del examen. Allí me sentía fuerte, valiente e inspirado.
Si viniesen por aquí, serían ellos y no nosotros quienes harían el ridículo. La
lengua estaría de sobra afilada.
Cuando salimos en libertad del local, cerca de la medianoche,
estábamos sumidos en un curioso estado de excitación enfermiza. Íbamos dando
enormes tumbos y nos besábamos en plena calle. Nos embriagaba una droga más
fuerte que el alcohol: el valor. Sentíamos un extraño aplomo, éramos
invulnerables. Ya había despuntado el 1 de abril.”
Sebastian
Haffner. Historia de un alemán. Ediciones
Destino.