LIII
“La exposición de París de 1900 estaba para abrirse. Recibí orden
de la La Nación
de trasladarme en seguida a la capital francesa. Partí. En París me esperaba
Gómez Carrillo y me fui a vivir con él, al número 29 de la calle Faubourg
Montmartre. Carrillo era ya gran conocedor de la vida parisiense. Aunque era menor
que yo, le pedí consejos.
--¿Con cuánto cuenta usted mensualmente? --me preguntó.
--Con esto --le contesté, poniendo en la mesa un puñado de oros de
mi remesa de La
Nación. Carrillo contó y dividió aquella riqueza en dos partes;
una pequeña y una grande.
--Esta --me dijo, apartando la pequeña-- es para vivir, guárdela. Y
esta otra, es para que la gaste toda.
Y yo seguí con placer aquellas agradables indicaciones, y esa misma
noche estaba en Montmartre, en una Boite llamada Cyrano, con joviales colegas y
trasnochadores estetas, danzarinas, o simples peripatéticas.
Poco después, Carrillo tuvo que dejar su casa y yo me quedé con
ella; y como Carrillo me llevó a mí, yo me llevé al poeta mexicano Amado Nervo,
en la actualidad cumplido diplomático en España y que ha escrito lindos
recuerdos sobre nuestros días parisienses, en artículos sueltos y en su
precioso libro El éxodo y las flores del camino. A Nervo y a mí nos pasaron
cosas inauditas, sobre todo cuando llegó a hacernos compañía un pintor de
excepción, famoso por sus excentricidades y por su desorbitado talento: he
señalado al belga Henri de Grunx. Algún día he de detallar tamaños sucedidos,
pero no puedo menos que acordarme en este relato, de los sustos que me diera el
fantástico artista de larga cabellera y de ojos de tocado, afeitado rostro y
aire lleno de inquietudes, cuando en noches en que yo sufría tormentosas
nerviosidades o invencibles insomnios, se me aparecía de pronto, aliado de mi cama,
envuelto en un rojo ropón, con capuchón y todo, que había dejado olvidado en el
cuarto, no sé cuál de las amigas de Gómez Carrillo... Creo que la llamada Sonia.”
Rubén Darío.