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lunes, 23 de diciembre de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





POR MANCHURIA


“En Moukden, en Manchuria, bajo la soberanía japonesa, tuve la ocasión de contemplar otro mundo. Mis compañeros periodistas, que conocía desde hacía una hora, sabían que a trescientos kilómetros había una troupe de primer orden, pero yo les dije que quería ver un espectáculo de último orden. Un viejo carricoche con sombrilla, guiado por una jaca mongólica, nos llevó a un barrio de la ciudad dedicado a la prostitución y casi enterrado por las lluvias torrenciales que caían desde la noche anterior. Este barrio inundado estaba dividido en distintas partes: la coreana, la rusa y la japonesa, a pesar de que la ascendencia de estas caras sólo quedaba revelada por el tono de sus peticiones. Esa noche no tenían clientes y se ofrecían a un precio reducido, que iba de los veinte sen a los tres yuans, según un baremo que nadie supo explicarme. Llegamos a la entrada de una avenida estrecha en la que la jaca se negó a entrar por el ruido de las claquetas de madera, que nos indicaba que estábamos cerca de teatro.
         Entramos en la sala en medio del alboroto, producido por unos músicos vestidos de negro, y tuvimos que refugiarnos de unos platos humeantes que volaban hacia los espectadores, llenos de sudor, que se podían permitir ese lujo. Intenté encontrar un sitio donde no me alcanzara ningún plato caliente, pero me equivoqué al coger un asiento cerca del escenario. Los niños, que se agitaban por el teatro como hormigas, se acostumbraron a subirse en mis rodillas para trepar hasta el escenario, sin preocuparse de los actores. En virtud de su privilegio tradicional, los cómicos nos daban la espalda para tomar un té que les servía un ayudante con camisa negra y cogulla, lo que quería decir que era invisible. Estos paréntesis se daban en medio de una frase que, por lo que pude darme cuenta, debía ser importante. Tras probar su pócima, se colocaban las barbas y pelucas para continuar el diálogo con voz de eunucos. Entonces reparé en que la mayoría del público eran soldados con bayoneta calada, que se ponían de espalda al escenario y que no estaban allí para ver el espectáculo. Las horas pasaban sin que nada cambiara. Los platos seguían su recorrido, los chiquillos se arrastraban y trepaban, los soldados vigilaban algo que no se sabía, los actores probaban su té, el público rezumaba y los músicos rompían el aire. La noche era calurosa e incomprensible.
         Los orientales persiguen la imperturbabilidad; los actores preparan los rostros para transformarlos en máscaras sin vida, y su esfuerzo consiste en alcanzar la inmovilidad más perfecta. Me levanté, al fin, para irme y me miraron hasta los soldados, pero aproveché la ocasión cuando todos se volvieron para salir a buscar a mis compañeros, que ya hacía rato que habían salido.”


Josef von Sternberg. Memorias. Ediciones JC CLEMENTINE.