POR MANCHURIA
“En Moukden, en Manchuria, bajo la soberanía japonesa, tuve la
ocasión de contemplar otro mundo. Mis compañeros periodistas, que conocía desde
hacía una hora, sabían que a trescientos kilómetros había una troupe de primer
orden, pero yo les dije que quería ver un espectáculo de último orden. Un viejo
carricoche con sombrilla, guiado por una jaca mongólica, nos llevó a un barrio
de la ciudad dedicado a la prostitución y casi enterrado por las lluvias
torrenciales que caían desde la noche anterior. Este barrio inundado estaba
dividido en distintas partes: la coreana, la rusa y la japonesa, a pesar de que
la ascendencia de estas caras sólo quedaba revelada por el tono de sus
peticiones. Esa noche no tenían clientes y se ofrecían a un precio reducido,
que iba de los veinte sen a los tres yuans, según un baremo que nadie supo
explicarme. Llegamos a la entrada de una avenida estrecha en la que la jaca se
negó a entrar por el ruido de las claquetas de madera, que nos indicaba que
estábamos cerca de teatro.
Entramos en la sala
en medio del alboroto, producido por unos músicos vestidos de negro, y tuvimos
que refugiarnos de unos platos humeantes que volaban hacia los espectadores,
llenos de sudor, que se podían permitir ese lujo. Intenté encontrar un sitio
donde no me alcanzara ningún plato caliente, pero me equivoqué al coger un
asiento cerca del escenario. Los niños, que se agitaban por el teatro como
hormigas, se acostumbraron a subirse en mis rodillas para trepar hasta el
escenario, sin preocuparse de los actores. En virtud de su privilegio
tradicional, los cómicos nos daban la espalda para tomar un té que les servía
un ayudante con camisa negra y cogulla, lo que quería decir que era invisible.
Estos paréntesis se daban en medio de una frase que, por lo que pude darme
cuenta, debía ser importante. Tras probar su pócima, se colocaban las barbas y
pelucas para continuar el diálogo con voz de eunucos. Entonces reparé en que la
mayoría del público eran soldados con bayoneta calada, que se ponían de espalda
al escenario y que no estaban allí para ver el espectáculo. Las horas pasaban
sin que nada cambiara. Los platos seguían su recorrido, los chiquillos se
arrastraban y trepaban, los soldados vigilaban algo que no se sabía, los
actores probaban su té, el público rezumaba y los músicos rompían el aire. La
noche era calurosa e incomprensible.
Los orientales
persiguen la imperturbabilidad; los actores preparan los rostros para transformarlos
en máscaras sin vida, y su esfuerzo consiste en alcanzar la inmovilidad más
perfecta. Me levanté, al fin, para irme y me miraron hasta los soldados, pero
aproveché la ocasión cuando todos se volvieron para salir a buscar a mis
compañeros, que ya hacía rato que habían salido.”
Josef von
Sternberg. Memorias. Ediciones JC
CLEMENTINE.