DIOSES MORTALES
“Si de los grandes dioses, que moran lejos de las luchas y
preocupaciones de esta vida terrena, se cree que mueren al fin, no es de
esperar que un dios aposentado en un frágil tabernáculo carnal escape al mismo
destino, aunque hayamos oído de reyes africanos que se creyeron inmortales
gracias a sus propias hechicerías. Los pueblos primitivos, como ya vimos, creen
en ocasiones que su seguridad, y más aún la del mundo entero, está ligada a la
vida de uno de esos hombres-dios o encarnaciones humanas de la divinidad. Es
natural por esto que se observen extremos cuidados con su vida, en
consideración a la del propio pueblo. Mas ninguna suma de cuidados y
precauciones evitará que el hombre-dios vaya haciéndose viejo y débil y, que al
final, muera. Sus adoradores deben contar con esta triste necesidad y
resolverla como mejor puedan. El peligro es formidable, pues si la marcha de la
naturaleza depende de la vida del hombre-dios, ¿qué catástrofe no podrá
esperarse de la gradual debilitación de sus poderes y de su extinción final en
la muerte? Sólo hay un procedimiento para evitar estos peligros; matar al
hombre-dios tan pronto como muestre síntomas de que su poderío comienza a
decaer, y su alma será transferida a un sucesor vigoroso antes de haber sido
seriamente menoscabada por la amenazadora
decadencia. Las ventajas de matar al hombre-dios en vez de dejarle morir
de vejez y enfermedad son bastante evidentes para el salvaje, porque si el
hombre-dios muere de lo que llamamos muerte natural, significa, en
consecuencia, para el salvaje que su alma se ha marchado voluntariamente de su
cuerpo y rehúsa volver o, más a menudo aún, que ha sido arrebatada o por lo
menos detenida en sus correrías por algún demonio o hechicero. En cualquiera de
estos dos casos, el alma del hombre-dios se ha perdido para sus adoradores y
con ella se ha marchado la prosperidad y la propia existencia de éstos se halla
en peligro. Aun si se capturara el alma del dios agonizante cuando le abandona,
saliendo por sus labios o por los orificios de la nariz, transferirla así a un sucesor
tampoco tendría efecto para sus propósitos, pues, moribundo por una enfermedad,
su alma dejaría el cuerpo necesariamente en tal estado de debilidad y
agotamiento que así enfeblecida, continuaría arrastrando una lánguida e inerte
existencia en el cuerpo al que fuese transferida. En cambio, matándole sus
adoradores, en primer lugar se asegura la captura de su alma cuando escape y su
transferencia a un sucesor apropiado y en segundo lugar, matándole antes que
sus energías naturales se abatan, podrá asegurarse que el mundo no decaiga al
par de la decadencia del dios. Todos los propósitos, por esto, quedan
satisfechos y todos los peligros evitados, dando muerte al hombre-dios mientras
está aún en su auge y transfiriendo su alma a un sucesor vigoroso.
A los reyes del fuego y del agua en Camboya no se les permite morir
de muerte natural y, por esto, cuando alguno de estos reyes místicos está
seriamente enfermo y los jefes de familia piensan que ya no podrá recobrar la
salud, lo apuñalan. Las gentes del Congo creían, como hemos visto, que si su
pontífice el Chitomé moría de muerte natural, el mundo perecería y la tierra,
que sólo se sostenía por su poder y virtud, sería aniquilada inmediatamente. En
consecuencia, cuando caía enfermo y creían posible su muerte, el hombre
destinado a ser su sucesor entraba en la casa pontifical con una cuerda o una
maza y le estrangulaba o aporreaba hasta matarle. Los reyes etíopes de Méroe
fueron adorados como dioses; pero cuando los sacerdotes querían, enviaban un
mensajero al rey ordenándole morir y alegando un oráculo de los dioses como su
autoridad para el mandato. Esta orden fue siempre obedecida por los reyes hasta
el reinado de Ergamenes, contemporáneo del rey de Egipto Ptolomeo II, el cual,
habiendo recibido educación griega que le emancipaba de las supersticiones de
sus paisanos, hizo caso omiso del mandato sacerdotal, y entrando en el Templo
Dorado a la cabeza de unos grupos de soldados, pasó a filo de espada a los
sacerdotes.”
James G.
Frazer. La rama dorada. Fondo de Cultura
Económica.