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jueves, 23 de agosto de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






LA GUERRA EN SALZBURGO


«Un impacto de lleno había convertido la llamada Casa de Mozart en un montón de escombros humeantes y dañado gravemente, como vimos en seguida, los edificios de alrededor. Por horrible que fuera ese espectáculo, las gentes no se quedaron allí, sino que, esperando una devastación mucho mayor aún, siguieron corriendo hasta la ciudad vieja, donde se suponía que estaba el centro de la destrucción y en donde todos los ruidos posibles y olores hasta entonces desconocidos para nosotros indicaban una mayor desolación. Hasta atravesar el llamado Staatsbrücke no pude apreciar ninguna clase de cambios en la situación que conocía, pero en el mercado viejo, como se podía ver ya desde lejos, la conocida y apreciada tienda de confecciones para caballeros de Slama, un comercio en el que, cuando tenía dinero y oportunidad, compraba mi abuelo, había resultado duramente afectada, todos los escaparates del comercio, los cristales de las vitrinas y las prendas expuestas detrás, que aunque eran de calidad inferior, como correspondía a la época de guerra, resultaban sin embargo apetecibles, estaban hechos pedazos y jirones, y me sorprendió que las personas que había visto en el mercado viejo, haciendo caso apenas de la destrucción de las confecciones para caballeros Slama, corrieran en dirección de la Residenzplatz, y enseguida, cuando, con otros internos, doblé la esquina de Slama, supe qué era lo que hacía que aquellas personas no se quedaran allí sino que continuaran apresurándose: una de las, así llamadas, minas aéreas había alcanzado a la catedral, y la cúpula se había precipitado en la nave, y llegamos a la Residenzplatz en el momento exacto: una gigantesca nube de polvo flotaba sobre la catedral, que estaba horriblemente abierta, y donde había estado la cúpula había ahora un agujero del mismo tamaño y, ya desde la esquina de Slama, pudimos ver directamente las grandes pinturas, en parte brutalmente arrancadas, de las paredes de la cúpula: ahora se destacaban, iluminadas por el sol de la tarde, contra el claro cielo azul; parecía como si al gigantesco edificio, que dominaba la parte baja de la ciudad, le hubieran hecho en la espalda una herida espantosamente sangrante. Toda la plaza, bajo la catedral, estaba llena de cascotes, y la gente, que había acudido como nosotros de todas partes, contemplaba asombrada aquel cuadro ejemplar, sin duda alguna monstruosamente fascinante, que para mí era una monstruosidad como belleza y no me producía ningún terror, de repente me enfrentaba con la absoluta brutalidad de la guerra, y al mismo tiempo me fascinaba esa monstruosidad, y me quedé contemplando durante unos minutos, sin decir palabra, aquel cuadro que todavía tenía el movimiento de la destrucción, y que formaban para mí la plaza con la catedral poco antes alcanzada y la cúpula salvajemente abierta, como algo poderoso e incomprensible.»

Thomas Bernhard.
El origen.
Editorial Anagrama.