RELATOS DE VIAJE
“Hoy, cuando islas polinesias anegadas de
hormigón son transformadas en portaaviones pesadamente anclados en el fondo de
los mares del sur, cuando Asia entera cobra el semblante de una zona enfermiza,
cuando las “villas miseria” corroen África, cuando la aviación comercial y
militar marchita el candor de las selvas americanas o melanesias aun antes de
poder destruir su virginidad, ¿cómo la pretendida evasión del viaje podría
conseguir otra cosa que ponernos frente a las formas más desgraciadas de
nuestra existencia histórica? Esta gran civilización occidental, creadora de
las maravillas de que gozamos, no ha conseguido, ciertamente, producirlas sin
su contrapartida. Como su obra más admirable, pilar donde se elaboran
arquitecturas de una complejidad desconocida, el orden y la armonía de Occidente
exigen la eliminación de una prodigiosa masa de subproductos maléficos que
infectan actualmente la
Tierra. Lo que nos mostráis en primer lugar, ¡oh viajes!, es
nuestra inmundicia arrojada al rostro de la humanidad.
Entonces comprendo la pasión, la locura,
el engaño de los relatos de viaje. Traen la ilusión de lo que ya no existe y que
debería existir aún para que pudiéramos escapar a la agobiadora evidencia de que
han sido jugados 20.000 años de historia. Ya no hay nada que hacer: la
civilización no es más esa flor frágil que preservamos, que hacíamos crecer con
gran cuidado en algunos rincones abrigados de un terruño rico en especies rústicas,
sin duda amenazadoras por su lozanía, pero que permitían variar y vigorizar el
plantel. La humanidad se instala en el monocultivo; se dispone a producir la
civilización en masa, como la remolacha. Su comida diaria sólo se compondrá de
este plato.
Antaño se arriesgaba la vida en las
Indias o en las Américas para traer bienes que hoy nos parecen irrisorios;
madera de brasa (de ahí Brasil), tintura roja, o pimienta, por la que en tiempo
de Enrique IV se enloquecían hasta tal punto que la corte ponía sus granos en
estuches de caramelos, para mordisquearlos. Estas sacudidas visuales u
olfativas, ese gozoso calor en los ojos, esa quemazón exquisita en la lengua,
agregaban un nuevo registro al teclado sensorial de una civilización que no había
sospechado siquiera su propia insipidez. ¿Diremos entonces que nuestros
modernos Marco Polo traen de esas mismas tierras, ahora en forma de fotografías,
libros y relatos, las especias morales que nuestra sociedad, sintiéndose
naufragar en el hastío, necesita con mayor apremio?”
Claude Lévi-Strauss. Tristes Trópicos.
Ediciones Paidós Iberica.