EN LAS ARENAS
“Paramos al atardecer para la comida
nocturna y darles a los camellos el tríbulo que habíamos traído. Todos los
odres rezumaban y estábamos preocupados por el agua. Habían perdido de forma
regular y ominosa a lo largo de todo el día: gota tras gota que cae en la arena
cada pocos metros a lo largo del camino, como sangre que mana de una herida
irrestañable. No se podía hacer nada salvo apretar la marcha, pero forzar
demasiado a los camellos equivaldría a hundirlos. Ya mostraban signos de sed.
Al Auf había decidido continuar después de la cena, y mientras Musallim y bin
Kabina cocían el pan le pregunté sobre sus anteriores viajes por las Arenas.
--Las he cruzado dos veces –explicó--. La
última vez que vine por aquí fue hace dos años. Venía de Abu Dhabi.
--¿Con quién ibas?
--Iba solo –contestó.
--Pensando que le había entendido mal,
repetí:
--¿Quiénes eran tus compañeros?
--Dios me acompañaba.
Haber
cabalgado solo por esta pavorosa desolación era una hazaña increíble. Ahora
viajábamos por ella, pero llevábamos nuestro pequeño mundo con nosotros: un
mundo pequeño de cinco personas, que sin embargo nos proporcionaba a cada uno
compañía, conversación y risa, y el convencimiento de que los otros estaban
allí para compartir las dificultades y el peligro. Sabía que si viajara solo
por aquellos parajes el peso de su vasta soledad me aplastaría por completo.
Sabía
también que al Auf no había hablado en forma retórica cuando dijo que Dios era
su compañero. Para estos bedu, Dios es una realidad, y la convicción de su
presencia les infunde valor para soportarlo todo. Dudar de su existencia sería
para ellos tan inconcebible como blasfemar. La mayoría reza de forma regular, y
muchos observan el ayuno del Ramadán, que dura todo un mes, durante el cual un
hombre no puede comer ni beber del amanecer hasta la puesta del sol. Cuando
este ayuno cae en verano (y al ser lunares, los meses árabes se adelantan once
días cada año) hacen uso de la exención que permite a los viajeros observar el
ayuno una vez hayan acabado su viaje, y lo guardan durante el invierno. Varios
de los árabes que habíamos dejado en Mughshin estaban ayunando para compensar
el no haberlo hecho un poco antes en el año. He oído a gentes de ciudades y
aldeas del Hadramaut y el Heyaz hablar desdeñosamente de los bedu, tachándoles
de ser un pueblo sin religión. Cuando he protestado, han insistido:
--Aunque
recen, sus oraciones no son aceptables para Dios, porque antes no llevan a cabo
las abluciones correctas.
Estos
bedu no son fanáticos. Una vez viajaba con un grupo importante de Rashid, uno
de los cuales me sugirió:
--¿Por
qué no te haces musulmán y entonces
serías uno de nosotros de verdad?
Ante
lo que yo repuse:
--¡Que
Dios me proteja del Diablo!
Se
echaron a reír. Esta invocación es la que los árabes utilizan de forma
invariable para rechazar algo vergonzoso o indecente. No me habría atrevido a
usarla jamás de haber sido otros los
árabes que me habían formulado esa pregunta, pero el hombre que había
hablado no habría dudado en utilizarla si hubiera sugerido yo que se hiciera
cristiano.”
Wilfred Thesiger. Arenas de Arabia. Ediciones Península.