CHA
«Mi kurumaya dice llamarse «Cha». Lleva un sombrero blanco
que parece la punta de una seta gigantesca; una chaqueta corta de mangas
anchas; pantalones azules ajustados como leotardos, que le llegan a los
tobillos; y unas sandalias ligeras de paja que van atadas a sus pies desnudos
con cuerdas de fibra de palmito. Sin duda, personifica toda la paciencia,
resistencia y artero poder de persuasión de su gremio. Ya ha manifestado su
capacidad para hacer que le dé más de lo que la ley permite; y en vano me han
puesto en guardia contra él. Pues la primera sensación que se experimenta al
tener a un ser humano por caballo, brincando de arriba abajo durante horas
entre dos largueros, basta por sí sola para despertar un sentimiento de
compasión. Y cuando resulta que este ser humano, que de ese modo trota entre
los largueros, con todas sus esperanzas, recuerdos, sentimientos y vivencias,
posee la más dulce de las sonrisas y la facultad de devolver el menor favor
mediante una vistosa exhibición de infinita gratitud, la compasión se
transforma en solidaridad, y suscita impulsos irracionales de autosacrificio.
Creo que el espectáculo del abundante sudor tiene también algo que ver con el
sentimiento, pues te hace pensar en el precio de los latidos y las
contracciones musculares, y también de los resfriados, congestiones, y
pleuresías. Las ropas de Cha están empapadas, y él se seca el rostro con una
toallita color azul celeste con figuras blancas de brotes de bambú y gorriones,
toalla que lleva enrollada en la muñeca mientras corre.»
Lafcadio Hearn.
En el país de los dioses.
El Acantilado.