Mi madre, que sentía un odio implacable por la guerra,
seguía de cerca todo lo que pudiera significar su fin. No tenía relaciones
políticas, pero Zürich se había convertido en un centro de pacifistas de los
más diversos países y tendencias. Una vez, al pasar delante de un café, me
señaló el enorme cráneo de un hombre sentado junto a la ventana; sobre la mesa
tenía una gran pila de periódicos; tenía uno en la mano, que acercaba mucho a
sus ojos. De repente echó atrás la cabeza, se dirigió a otro hombre que estaba
junto a él, y le habló vehementemente. Mi madre me dijo: «Míralo bien. Es
Lenin. Vas a oír hablar mucho de él».
Elías Canetti.