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sábado, 16 de noviembre de 2019

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






ANTES DEL ASALTO A LOS CIELOS


      «Bajo el Imperio, los dioses romanos quedaron íntimamente asociados a la misión imperial. Pasaron a ser guardianes de la paz y el orden traídos por el Imperio, y garantes de la eternidad de éste. Por añadidura, el emperador mismo fue deificado. El culto al emperador comenzó veladamente con Augusto y continuó abiertamente bajo sus sucesores. Derivada en parte del concepto helenístico de la monarquía divina, en parte del hábito romano de identificar a los detentadores de altos cargos con los dioses protectores y en parte también mantener unidas las mitades oriental y occidental del Imperio. Desde el año 70, aproximadamente, en adelante, una política consciente de romanización llevó a las religiones nativas a asociarse en torno al culto imperial. El cumpleaños del emperador pasó a ser una fecha homenaje. Los dioses tradicionales y el emperador sostenían juntos el Imperio, y la reverencia de que eran objeto creó y mantuvo un mundo grecorromano unificado.
      En un mundo como éste, los cristianos, por la naturaleza misma de su religión, sólo podían vivir excluidos. Su dios también era señor del universo y, por tanto, requería de los fieles una lealtad total. El conflicto entre sus exigencias y las del mundo imperial era, pues, inevitable. Los primeros cristianos no eran revolucionarios políticos, pero sí milenaristas. Desde su punto de vista, el mundo se presentaba como dominio del mal, reino del Diablo; indefectiblemente se hundiría en un mar de fuego y sería sustituido por un mundo perfecto en el que Cristo retornado y sus Santos recibirían todo el poder y la gloria. El Imperio Romano era considerado como el representante del Diablo en la época; oponerse a sus designios significaba para los cristianos llevar no una lucha política, sino escatológica. Roma, era la encarnación de la «idolatría», la Segunda Babilonia, el reino del Anticristo.»

Norman Cohn.
Los demonios familiares de Europa. 
Alianza Editorial.