Pater meus vixit.
Mi primera palabra fue papá.
Me veo obligada a señalar que, por su naturaleza competitiva, él se pasaba el día conmigo en brazos, exigiéndome que soltase de una vez la dichosa palabrita.
Tras esta primera andanza en el mundo de las letras, aprendí a leer, a escribir, a hacer ejercicios. Siempre bajo la atenta mirada de mi padre, que intentaba revertir la injusta posibilidad de haber tenido un hijo extremadamente listo y una hija extremadamente tonta. No fueron pocas las veces que, de nuevo obligado a ayudarme a estudiar, me preguntaba cuál era la raíz cuadrada de uno y yo, con el silencio de quien no entiende, me echaba a llorar. Papá intentó hacerme entender que la aritmética era necesaria; sin embargo, yo me negaba a darle ningún resultado.
Por desgracia —y para el deleite maquiavélico de papá—, nada más empezar a escribir este texto me di cuenta de que debía hacer un cálculo. En 1971, cuando mi padre tenía 9 años, la abuela Lina —es decir, su mamá— cumplió 40 años. Él, como es natural, notó la presencia de Caronte demandando su óbolo. Yo, en cambio, no crecí con la amenaza de un barquero reclamante en las esquinas más oscuras de mi casa. Yo tuve la suerte de que papá me recordaba cada día la inminencia de su muerte: «Lo entenderás cuando yo muera»; «Será tuyo cuando yo muera»; y mi favorita: «¿Quién te va a querer más que yo el día que no esté?». Además, papá, aunque me vacilaba incansablemente por anhelar los placeres y los encantos de la musa Talía («¿Por qué quieres ser Marilyn cuando podrías ser Virginia?»), tenía un gusto por lo dramático que lo llevaba a escenificar su muerte en demasiadas ocasiones. Dejaba caer su inmenso cráneo de padre sobre la mesa de la cocina y, durante unos larguísimos segundos, ahí quedaba como un melón presidiendo la mesa. Era una angustia, menos para él, que era una risa.
Papá eludió a la muerte muchas veces.
Pero, así como al sirviente de La cita de Samarra, el destino marcó sentencia.
Tardaría años en contaros la cantidad de veces que me dijo que iba a morir a los 62 años, como su padre; la cantidad de veces que se rió de que su signo del horóscopo era cáncer; la cantidad de veces que me contó historias en las que descendía por escaleras infinitas, en las que caía en lenguas de fuego en las noches de San Juan, en las que luchaba contra olas del mar Egeo, en las que las ventanas se abrían frente a él y le invitaban al vacío con canto de sirena insidiosa. Papá siempre salía airoso de aquellos encuentros con la muerte y, a pesar de su carácter chulesco, reconocía sin pudor que no sabía muy bien cómo seguía con vida.
Si me permites a mí la chulería, papá —que sí me la permites, porque para chulos tú y tu padre, y ahora yo también—, yo sé por qué no te encontró la muerte aquellas veces: es porque debías conocer a mamá; es porque debías crearme y criarme. También a Martín, evidentemente, pero ¿qué valor tiene un hermano si no puedo permitirme el lujo de ignorarlo? Y si no, que les pregunten a los hermanos Aller Vázquez.
Él, que fue poeta, pintor, escultor y, en cualquiera de sus definiciones, un creador nato, sabía que su mejor obra fue la vida que creó junto a su Mosi, con Martín y con Raquel. Podría decir muchas cosas de la relación de mi hermano y mi padre, pero tan solo traeré a vuestra memoria al Toro de Creta y a su hijo, el Minotauro.
Yo, por mi parte —y ya paro con las alusiones mitológicas—, salí de la cabeza de mi padre como Atenea de la de Zeus. Te pido perdón, mamá, por olvidar con esta alegoría el dolor y la sangre del parto real, que fue solo tuyo. Pero desde que tengo uso de razón, papá y yo manteníamos una competición constante, en la que claramente yo partía con desventaja. Una competición del saber, del dolor, de la imagen del poeta maldito y, en general, comportándonos como si ambos hubiésemos nacido creyendo ser el personaje principal del mismo relato de Borges.
De cada verso que yo escribía, él sacaba uno mejor con la misma idea; de cada autor del que yo había leído cinco libros, él había leído cincuenta; de cada cicatriz que yo tenía, él tenía una más prolongada, más profunda. Me frustraba, pero, a la vez, me fascinaba cómo podía no recordar el día de mi cumpleaños, pero sí saber quién era Remedios Varo cuando yo creía haber descubierto una nueva maga, una nueva pieza secreta del saber. Y no contento con ello, además me daba una clase magistral de la vida y obra de esa mi nueva maga. Lo que me recordaba quién era el jefe y por qué, para chulos, su padre y él.
Y ahora que ya me he cansado de hablar con gente que no está a nuestro nivel.
Y ahora que te alejas como otra balsa en el Aqueronte.
Y ahora que soy yo quien arroja pequeñas monedas de bronce niquelado.
Papi, me referiré solo a ti.
Yo, que soy poco más que una extensión de esa parte de tu alma a la que solían calificar de medio-home, te diré que: todo lo que he querido en mi vida ya lo he tenido.
De mañana me otorgabas la luz, proporcionándome la facilidad del melancólico canto. Y durante el día me regalabas flores de una probe chica de mercado, y subíamos montañas para degustar el zapato más delicioso del mundo, y dos huevos duros. Te reías de mí cuando lloraba con el agua helada de los ríos, con las pulseras caídas que daban fin a una tragedia francesa, con la música de aquella nuestra arpa muda. Y, después, con la caída del sol, me permitías sentarme en el viejo oeste contigo mientras los hombres a caballo silbaban y olíamos la pólvora en el aire. Y yo le susurraba a la luna que todos esos parnasos los habías creado tú. Y yo le juraba y perjuraba que, como tu heredera, en el futuro yo sería la digna guardiana del centro del Aleph.
Todas las letras que hoy te dedico, todas las que te he dedicado a lo largo de mi vida, salieron siempre de aquel lago en el que me bañaste. Un lago muy profundo, rodeado de silvas salvajes, que se esconde en la tierra de Dreira, donde, bendecido por las meigas y escapando de los vientos de plomo, construiste una cabaña que fuiste llenando poco a poco de alfabetos y colores. Sé que estarás esperándome allí. A mí, a mamá y a Martín, y a quien tú quieras.
Para cuando podamos volver a encontrarnos:
te llevaré tus palabras encuadernadas en el honor que siempre han merecido;
papi, te cantaré mis versos de pajarito, todos los que te habrás perdido;
cuando por fin diga mi última palabra y pueda esconderme contigo en el trastero oculto, todo se teñirá de verde y sé que me preguntarás:
«¿A ti quién te quiere más?»