JUEVES SANTO
Todas las mujeres
llevaban pañuelos atados bajo el mentón. Los hombres, calzados con botas hasta
las rodillas, o mocasines de piel sin curtir y con jarreteras hasta media
pierna, sujetaban anchos sombreros de fieltro o conos de lana. De los hombros
de un par de pastores colgaban pesadas capas blancas de frisa, de confección
casera. A pesar del calor y el gentío, uno de ellos estaba enfundado en un
manto de piel de oveja sin curtir, con el lado lanudo hacia afuera, que llegaba
a las losas del suelo. La rusticidad había aumentado mucho en los últimos
ciento cincuenta kilómetros. Los rostros tenían un aspecto áspero y bravío:
eran labradores y hombres del campo hasta la médula. Los cirios, colocados en
una rejilla triangular, iluminaban aquellas máscaras rústicas y poblaban la
nave, a sus espaldas, con una multitud de sombras. Durante una pausa del canto
llano, comprendí de repente que era Jueves Santo. Estaban cantando Tenebrae , y lo hacían muy
bien. Los versos de los salmos penitenciales recibían su respuesta desde el
otro lado del coro, y las lentas recapitulaciones y expresiones en otra forma
de los responsorios desarrollaban la historia de la traición. Tan convincente
era la atmósfera que los sombríos acontecimientos podrían haber tenido lugar
aquella misma noche. Las palabras cantadas avanzaban paso a paso a través de
las fases del drama. De vez en cuando, tomaban un nuevo cirio del candelero y
lo apagaban. Al otro lado de la puerta la oscuridad era total, y con la
extinción de cada llama las sombras del interior se aproximaban más. Realzaba
el claroscuro de aquellos ásperos rostros campesinos e intensificaba el brillo
del arrobamiento en innumerables ojos; y en la iglesia, a medida que aunmentaba
el calor, flotaba el olor de la cera fundida, la piel de oveja, la cuajada, el
sudor y la infinidad de alientos. Había en el fondo un espectro de incienso
antiguo y un hedor a chamusquina a medida que los pabilos, apagados uno tras
otro, expiraban y producían madejas de humo ascendente. Seniores
populi consilium fecerunt —cantaban las voces—, ut
Jesus dolo tenerent et occiderent ; y uno imaginaba un
grupo de ancianos malignos que estaban en un rincón, miraban de soslayo y
susurraban moviendo la bocas desdentadas, las barbas oscilando mientras
maquinaban la traición y el asesinato. Cum gladiis et fustibus
exierunt tamquam ad latronem … Algo en los rostros medio iluminados y en
los ojos parpadeantes proporcionaba una siniestra inmediatez a las palabras.
Estas evocaban unas sombras apremiantes bajo los muros de una ciudad y los
ásperos gritos de la muchedumbre deseosa de linchar. Había un parpadeo de
faroles, torpes tropezones en el empinado olivar y sombras frenéticas de
antorchas entre los árboles: un forcejeo, palabras, golpes, un destello,
faroles caídos y pisoteados, una prenda de vestir arrebatada, alguien corriendo
bajo las ramas. Por un momento nosotros, la congregación, nos convertimos en
los villanos con las espadas y los garrotes. Unos hechos rápidos y abominables
se sucedían en la ambigüedad de la cuesta boscosa. ¡La sugerencia duró una
fracción de segundo! Cuando se llevaron la última de las velas, la oscuridad
era tan profunda que apenas se distinguía rasgo alguno. La sensación del cambio
de papeles se había evaporado, y los congregados salimos al polvo. Empezaron a
encenderse las luces en las ventanas del pueblo, y un atisbo de luna brillaba
en el otro extremo de la llanura.
Patrick Leigh Fermor.
El tiempo de los regalos.
Peninsula.