WILDE
“Yo hacía mis obligatorias visitas a la Exposición. Fue
para mí un deslumbramiento miliunanochesco, y me sentí más de una vez en una
pieza, Simbad y Marco Polo, Aladino y Salomón, mandarín y dalmio, siamés y
cowboy, gitano y mujick; y en ciertas noches, contemplaba en las cercanías de la torre
Eiffel, con mis ojos despiertos, panoramas que sólo había visto en las
misteriosas regiones de los sueños.
Había un bar en los grandes bulevares que se llamaba Calisaya.
Carrillo y su amigo Ernesto Lejeunesse me presentaron allí a un caballero un
tanto robusto, afeitado, con algo de abacial, muy fino de trato y que hablaba
el francés con marcado acento de ultratumba. Era el gran poeta desgraciado Oscar
Wilde. Rara vez he encontrado una distinción mayor, una cultura más elegante y
una urbanidad más gentil. Hacía poco que había salido de la prisión. Sus viejos
amigos franceses que le habían adulado y mimado en tiempo de riqueza y de
triunfo, no le hacían caso. Le quedaban apenas dos o tres fieles, de segundo
orden. Él había cambiado hasta de nombre en el hotel donde vivía. Se llamaba
con un nombre balzaciano, Sebastián Melmoth. En la Inglaterra le habían
embargado todas sus obras. Vivía de la ayuda de algunos amigos de Londres. Por
razones de salud, necesitó hacer un viaje a Italia, y con todo respeto, le
ofreció el dinero necesario un barman de nombre John, que es una de las
curiosidades que yo enseño cuando voy con algún amigo a la Bodega , que está en la
calle de Rivoli, esquina a la de Castiglione. Unos cuantos meses después moría
el pobre Wilde y yo no pude ir a su entierro porque cuando lo supe, ya estaba
el desventurado bajo la tierra. Y ahora, en Inglaterra y en todas partes,
recomienza su gloria...”
Rubén Darío. La vida de Rubén Darío…